- -
UPV
 

Montserrat Caballé

Doctora Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investida el 28 de septiembre de 1999


Laudatio por Carlos Plasencia

Molt Excellent Señora Presidenta de las Cortes Valencianas
Honorable Señor Conseller de Cultura, Educación y Ciencia
Excelentísimos Rectores Magníficos
Excelentísima Señora Doña Monserrat Caballé Folch
Dignísimas Autoridades,
Señoras y Señores Miembros de la Comunidad Universitaria,
Señoras y Señores:

Me honra la tarea de glosar un curriculum profesional abrumador, el de una personalidad artística conocida y admirada en todo el mundo, como es el caso de Dña. Monserrat Caballé, destacando al mismo tiempo su notable condición humana, pues en tal sentido la adornan facultades y valores que le permiten ser, querida por quienes tienen el privilegio de relacionarse con ella, apreciada por quienes la conocen y, en su proyección social, distinguida por instituciones y organismos de rango mundial.

Difícil empeño, pues cuando se tributa un homenaje de estas características, las cosas que se dicen, parecen - porque en muchos casos lo son -, puras fórmulas de cortesía, en las que las palabras suenan en los oídos, penosamente desvalorizadas. Por otra parte, este universitario no quiere perder en su admiración por ella, el sentido de la medida que en cuanto a objetividad, debe tener todo laudatorio que se precie.

En este acto de investidura culmina un proceso, que se inicia gracias a la idea y voluntad del malogrado profesor, José Macho Quevedo. Hay que decirlo en alto, y en honor al reconocimiento que se merece, aunque embargados por la pena de su repentino fallecimiento el pasado mes de julio. Sentimiento que debe sumarse al universo de emociones que hoy nos acompañan a cuantos tenemos que ver, directa o indirectamente, con este acto.

La Facultad de Bellas Artes, y el Departamento de Dibujo de la Universidad Politécnica de Valencia, recogieron en su día con interés, el proyecto del profesor Macho de proponer el nombramiento por esta universidad, de Dña.Monserrat Caballé, como doctora "honoris causa". Los gestores de estos estamentos, asumimos con vocación y entusiasmo un propósito que, de inmediato, con solo hacerlo público, se convirtió en colectivo. A partir de ahí, fue fácil materializarlo, pues la unanimidad en el apoyo fue total hasta en su definitiva aprobación por la Junta de Gobierno de nuestra universidad.

La escogida selección de grandes, y muy ilustres personajes, que destellan por sus extremas excelencias, en el cuadro de doctores por causa de honor, de la Universidad Politécnica de Valencia, se seguía dignificando así, al ampliar su nómina con una artista excepcional que al tiempo aporta una nueva faceta a su cosmología de talentos y saberes.

Algo de lo que estoy seguro, debe contribuir al alto grado de estimación con el que es recibida esta distinción universitaria por parte de Dña. Monserrat Caballé, es el hecho de que, el primer doctor "honoris causa" de la Universidad Politécnica de Valencia fuera el Excmo. Sr. D. Joaquín Rodrigo Vidre. Gozosa decisión la de entonces, que hoy nos conmueve tras su reciente desaparición.

Monserrat Caballé Folch, es, según objetivo que en su día ella misma se marcara, «una servidora de la música», expresión que, pasados los años, multitud de admiradores necesitamos completar con calificativos que dibujen su auténtica dimensión.

Parece ser, según reza en su literatura biográfica, que deslumbrada a corta edad, por el Gran Teatro del Liceo, decidió matricularse en su Conservatorio. Ahí comienza su historia artística. Historia que, para empezar, no puede rehuir al lamentable tópico de «tuvo unos comienzos difíciles». Pero así fue en realidad: cuando a finales de los cuarenta, decide recibir clases de canto, tiene que trabajar a la vez en una fábrica para poder ayudar económicamente a su familia. Complicada situación que podrá ser superada gracias al mecenazgo de los Bertrand. Esta familia barcelonesa, muy ligada al ambiente del Liceo, se hará cargo de costear su educación musical tras escucharla en una audición.

Este periodo de formación será muy importante para ella. Posiblemente hoy, cuando se destaca su depuradísima técnica, o cuando se comenta su extenso repertorio o se habla de la idoneidad de su voz en algunas obras, Monserrat se acuerde de aquellos profesores y profesoras, que la ayudaron a concluir con éxito sus estudios, allá por el año 1955.

La ópera es un espectáculo barroco, por la sabia combinación que maneja de lenguaje grandilocuente, atractivo emocional, esplendor sonoro, movimiento majestuoso y elegancia visual. A pocos deja indiferentes. Provoca críticas y adhesiones. Se ha dicho de ella que iba dirigida a las clases privilegiadas, incluso se la ha tachado hasta de "enemiga de la igualdad", apreciación ideológica que poco tiene que ver con que, en su día, se calificara de "subversivo" a Mozart por Las bodas de Fígaro, o se acusara a Verdi de "revolucionario", por mostrarse a través de sus obras, tan partidario de la libertad. En realidad, la ópera, posiblemente sea la gran desconocida.

Sin embrago, hoy, podemos hablar, no ya de síntomas, sino de claras evidencias de recuperación. Pero el favor popular del que goza la ópera ahora, y al que tanto a contribuido una personalidad como la de Monserrat Caballé, poco tiene que ver con el que contaba en la España de finales de los cincuenta. Elitista y hermético en aquella época, el género operístico no era ni mucho menos el camino para intentar desarrollar una carrera profesional en nuestro país. Monserrat tiene por tanto que salir, iniciándose con un contrato que la ligaba al Teatro de la Opera de Basilea, donde debuta con el papel de Mimí, en La Bohème de Giacomo Puccini. Aumentando su repertorio progresivamente con óperas como Aida, Tosca o Salomé, por citar algunos títulos.

Por otra parte, durante ese periodo de tiempo, Monserrat Caballé amplia de manera notoria el dominio de la escena. Pues, aunque una ópera no sea un drama "decorado" musicalmente, sino un drama musical, y en consecuencia, un personaje no tenga una existencia independiente de la melodía que canta, porque él es la melodía, no deja de ser importante para todo cantante de ópera, su actuación dramática.

Más tarde, Monserrat, decide trasladarse a Bremen, pues no admite la exigencia por parte de la dirección del Teatro de la Opera de Basilea de interpretar determinados papeles dramáticos que ella entiende que no van con su voz. Esporádicas actuaciones fuera de Bremen, le permiten conocer algunos de los grandes teatros europeos de ópera como el Estatal de Viena, el San Carlos de Lisboa, y cantar en el propio Liceo de Barcelona. Pero, aun mostrando sus enormes cualidades, a Monserrat, le resulta difícil significarse en proporción a su talento. Es un momento delicado, no termina de acoplarse profesionalmente en Bremen, y se va a Barcelona, considerando incluso la idea de abandonar el canto.

Es entonces cuando su hermano Carlos, cuyo peso específico en el devenir de los acontecimientos profesionales de Monserrat será determinante, le propone hacerse cargo de su carrera. Corre el año 1962, y empieza para ella una nueva vida, cuya auténtica dimensión emocional es conquistada al año siguiente cuando cantando Mdam.Butterfly en el Liceo, conoce al tenor Bernabé Martí, a la postre su marido, apoyo y referente fundamental para Monserrat en el devenir de los tiempos, tanto en el terreno personal, como en el profesional.

Quizás el año 65 sea, el año en el que se produce el despegue definitivo de Monserrat Caballé hacia su reconocimiento internacional. Como si de un guión de película se tratara, se desarrollan los acontecimientos: por indisposición de la titular, Marilyn Horne, la American Opera Society de Nueva York busca desesperadamente una sustituta para la ópera de Donizetti, Lucrezia Borgia. Se sugirió para sustituirla, el nombre de una, para entonces más o menos desconocida Monserrat Caballé. Remisa y asustada, suponemos, hay que tener en cuenta que no había cultivado demasiado el repertorio del bel canto, nuestra cantante asume el riesgo.

Los espectadores del Carnegie Hall, con el ceño fruncido por la decepción de no poder escuchar a la famosa titular, no tardaron mas que lo que dura la primera aria, para romperse las manos en una ovación, preludio de un éxito de esos que quedan para los anales de la historia. Era un 20 de abril, y el New York Times escribiría: «Callas, más Tebaldi, igual a Caballé». Hasta se comenta de aquel hecho, que la propia Marilyn Horne se negó a volver a cantar ese papel, después de escuchar a Monserrat.

Inconmensurable y pletórica, Caballé acababa de triunfar en la capital del planeta.

A partir de ahí, todo el mundo operístico la miró con una nueva perspectiva; y las grandes compañías, junto con las multinacionales discográficas, empezaron a centrar en ella sus intereses. Meses después debutaba en el Metropolitan con Fausto, y seguidamente, ya en el 66, y estando embarazada, grababa su primera ópera completa, Lucrezia Borgia, con el recientemente desaparecido Alfredo Kraus. Hoy, lamenta no haber manejado un repertorio similar para haber coincidido más veces con él. Una de las voces más impresionantes del mundo de la ópera.

En el 67, cantó de manera absolutamente magistral, Il Trovatore y Otello. Existen grabaciones "pirata" que así lo atestiguan. En la discografía "oficial", la ópera que está escrita con letras de oro es La Traviata de Verdi, una grabación antológica según algunos, aunque, otras óperas del mismo autor, como Aida y Don Carlo, ambas con Plácido Domingo, o Luisa Miller con Pavarotti, son obras de singular mérito que deben figurar en su discografía seleccionada.

La carrera profesional de Monserrat Caballé es impresionante. Considerada una auténtica reina del bel canto, dicen los entendidos que su técnica es ideal: belleza de timbre y legato increíble. También se la puede calificar de valiente, pues no solo se atreve con la Maria Stuarda de Donizetti, sino que se arriesga con una ópera endiabladamente complicada como es Il pirata de Bellini, sin duda uno de los papeles más difíciles de cuantos ha interpretado, y que gracias a su empeño, se pudo grabar en 1970, ya que nunca antes se hizo, pues solo la Callas, que también la cantaba fantásticamente, hubiera aceptado un reto semejante.

Es la época en la que Monserrat se enfrenta a uno de los papeles más emblemáticos de toda su carrera, el de la sacerdotisa Druida Norma. Opera de Vincenzo Bellini que pasea por el mundo interpretándola en numerosas ocasiones a lo largo de los años setenta. Escucharla en el aria "Casta diva", una de la grandes piezas del "bel canto", y una dura prueba para cualquier soprano que se precie, es algo deslumbrante. Y me sirvo del calificativo con la convicción de haber acertado, pues al escucharla, sin efectos gratuitos afanosos en marcar sentimientos por encima de la medida del pentagrama, su canto, se percibe "iluminado" por una extraña claridad que provoca efectos mágicos allá donde la sensibilidad se hermana con el espíritu.

Y es que lo expresivo en Monserrat Caballé, ya no es solo una cuestión de técnica portentosa, ni producto del resultado de una autoexigencia que la lleva a emplear siempre a fondo los recursos de su voz, sino que podríamos decir que es consecuencia de una misteriosa alianza entre su condición natural, su inteligencia y su sensibilidad. Triángulo de efectos milagrosos en algunos seres excepcionales que llegan a asemejarse en su cometido a aquellos primitivos genios encargados de desempañar funciones subalternas respecto a los dioses. Así se nos ocurre calificar a artistas de la talla de Monserrat como genios, porque los efectos de su arte nos hermanan a todos los que gozamos en él, en una dimensión muy próxima a lo que debe ser el cielo.

La trayectoria profesional de Monserrat durante los últimos veinte años, está repleta de éxitos. En otras palabras: ha contado siempre con la aprobación del público, y el reconocimiento de sus propios compañeros de gremio. Herbert Von Karajan, Leonard Berstein, Claudio Abbado, Riccardo Muti, Zubin Mehta, y otros muchos directores, han asociado con ella sus excelencias, arropados por las orquestas más prestigiosas del mundo, donde no existe ninguna gran sala que se precie, que no haya albergado un recital, un concierto o una representación operística de Monserrat.

Públicos absolutamente extraños al mundo del "bel canto", se rindieron ante el gesto de dirigir su voz hacia ellos, y de la mano de Freddie Mercury o Vangelis, se sintieron por primera vez, con derecho a ser cómplices de su arte. Descubrieron la exuberancia de su voz, como se abandona en la melodía mostrándose dulcemente enamorada, apasionada, triste, desesperadamente dramática o sensualmente frágil. Una voz, tan sobrada de registros y matices, que debe ser considerada un privilegio para el oído.

Su ocupación, convertida desde un punto de vista social en ese fenómeno tan moderno que Paul Valery definía como "profesiones delirantes", es decir, oficios en los que el instrumento principal es la opinión que uno tiene de sí mismo, y la materia prima, la opinión que tienen los demás, no ha provocado efectos negativos en Monserrat, que entre otras cosas, parece inmune a los estragos de la notoriedad. De lejos, se aprecia que no le interesa otra cosa más, que lo que suele llamarse "vida interior". Esa conciencia afectiva de uno mismo, la empuja a trabajar por y para nobles causas. Su desinteresada colaboración con la UNESCO, como Embajadora de Buena Voluntad, y su condición de Embajadora Honoraria de Naciones Unidas, pueden ser dos beneméritas distinciones que ella atiende con callada responsabilidad.

Monserrat Caballé, nos ha demostrado, como lo hicieran los clásicos, que perfección y emoción no son incompatibles en arte; y eso, asombra a toda mirada inteligente, y a cualquier espíritu sensible, ante la evidencia de que tal condición, solo está al alcance de los elegidos.

Así pues, considerados y expuestos todos estos hechos, dignísimas autoridades y claustrales, solicito con toda consideración y encarecidamente ruego que se otorgue y confiera a la Excelentísima Señora Doña Monserrat Caballé Folch el supremo grado de Doctora Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia.

28 de septiembre de 1999

Laudatio por TerenciI Moix

Cuanto más grande y hermosa es la cultura, mayor nos parece la generosidad de los seres que la hicieron y la hacen. En el caso de Montserrat Caballé esta generosidad se traduce en una entrega absoluta a la música, donde ejerce su magisterio como la más esforzada entre todas las secretarias privadas de la Musa. Ella, como pocas, podría hacer suya la deliciosa declaración de principios de Adriana Lecouvreur: "Io son l'umile ancella/ del genio creator." Y al igual que otra hija de la farándula, la apasionada Floria Tosca, puede suscribir como ninguna la frase "Vissi d'arte, vissi d'amore."

No es raro que la apreciación del arte, luego del artista, se inscriba a menudo en la autobiografía del destinatario. En algunos casos privilegiados llega al extremo de influirle, y aun modificarle. Montserrat Caballé ha disfrutado de este privilegio durante dos décadas de formación de un público nuevo. Nadie ha dado a los aficionados de mi generación noches tan gloriosas. Su ascendente sobre el público más joven sólo admite comparación con el que tuvo María Callas, responsable como ella de innumerables iniciaciones.

No formulo este paralelismo al azar, como ha de verse más adelante. Aun con las lógicas diferencias en condiciones naturales y en estilo, ambas artistas se distinguen por su aproximación a la música como acto de servicio; y, en el terreno estrictamente operístico, por la opción de privilegiar las propuestas teatrales del texto, otorgándole una dimensión dramática generalmente olvidada por otras intérpretes de genio. En cierta ocasión, el director Zeffirelli quiso potenciar el talento dramático de Callas, su impacto escénico, recordando que, en comparación, artistas tan eminentes como Kirsten Flagstad o Fedora Barbieri eran "pesadas cual armarios de luna". Prescindiendo de los aspectos escandalosamente burdos de semejante frase, sirve para rescatar una polémica muy vigente durante toda la década de los setenta; polémica que partía de la necesidad de revitalizar el fenómeno operístico incorporándolo a la evolución de las artes escénicas en su sentido más amplio. Esta polémica, que culminaría con la dictadura del metteur en scène - donde se ha visto de todo, y no siempre sensato -, conoció sus aspectos más vendibles en el conocido tema de la reconversión de las grandes voces en intérpretes dramáticos; espinosa cuestión que marcó el periodo bautizado por la petulancia francesa con el epíteto de l'après Callas.

La integración de Caballé al concepto de ópera como manifestación dramática ha sido, durante años, parte vital de su poder y se expresa a través de lo que, en términos llanos, pudiéramos llamar su presencia escénica, en verdad impresionante. No es, sin embargo, una mera cuestión de apariencias. Basta con recordar la lectura que hace Caballé de las dos extensas arias finales de Roberto Devereux y El pirata para comprender que, de limitarse a un despliegue de esplendores vocales -puro milagro en ambos casos-, dejaría a los personajes de Imogene y Elizabeth en mero escaparate de ornamentos: por fortuna, empuja la proteica inspiración de Caballé, que encuentra en ellos su máximo punto de conciliación con los requerimientos del teatro dramático. Luego con las esencias mismas de la ópera, que no puede ni debe prescindir de cuantos elementos la convierten en rara hibridez y, al mismo tiempo, paradigma del arte total.

Cuando tanto se ha hablado de la inimitable voz de Caballé, así como de su prodigiosa técnica; cuando tanto se ha elogiado ese extraordinario jumelage entre las condiciones naturales y el estudio férreamente planeado, conviene incidir una vez más en su aproximación dramática a los personajes, demostrada ya en la famosa Lucrezia Borgia de Nueva York, punto de arranque de la proyección internacional de la diva. Aquella noche de 1965, una todavía oscura Caballé sustituía a Marilyn Horne e instauraba una larga, provechosa asociación con Donizetti. Al igual que hiciera su ilustre maestra, María Callas, la resurrección de un repertorio largo tiempo olvidado marcaría la pauta de una carrera singular. La corona que contiene sus perlas más raras.

Esas perlas tienen nombres concretos, triunfos absolutos y, a la vez, testimonios de un repertorio que asombra por su variedad y versatilidad: Norma, Floria Tosca, Violetta Valery, Maria Stuarda, Aida, Manon, Salomé, Adriana, Imogene, Mimi, Isabel de Inglaterra -también la Valois-, Lucrezia, Armida, Semiramide, la Mariscala, las dos Leonoras, Cio-Cio San, Liu, Turandot , Helena, Cleopatra, Amelia, Isolda, Siglinda, Esclarmonda, es decir tantas y tantas damas tiernas o tremendas, conmovedoras o perversas pero nacidas todas para demostrar que, en el mundo de la grand opéra, los sentimientos se expresan siempre a escala magna.

Un essential Caballé comprendería el ingreso en un mundo de sentimientos que aparece escondido tras una barrera de biombos protectores, expresados en una asombrosa preparación técnica, en un conocimiento exhaustivo de la materia estética, que esconde pudorosamente un estallido pasional siempre a punto para culminar en el éclat romántico. Y aunque el concepto ternura pueda sonar obsoleto, conviene darle la bienvenida cuando ella lo traslada al escenario. La costumbre debería hacer fortuna en una época en que la inspiración se confunde demasiado a menudo con las computadoras.

La lucha de Caballé contra el arte convertido en computadora ocupa más de treinta años de una carrera ilustre y hace que algunas de sus creaciones lleguen a exceder sus propios límites. Por odiosa que sea la comparación, bastaría confrontar su Isabel I con la de Beverly Sills para entender la diferencia entre una técnica aplicada con discreción y la verdadera grandeza. Sólo así el tour de force vocal que representa una de las tres reinas donizettianas -las otras dos son Ana Bolena y María Stuarda- puede encontrar pareja con la reelaboración poética que exige la ópera romántica. Y aunque no podamos tener como referencia la sombra suprema de Giuditta Pasta, tenemos, como se ha indicado, la de Callas, quien no por casualidad es una de las grandes devociones de Caballé y, según sus propias declaraciones, el gran modelo a seguir.

La gran diva de los años cincuenta, sería para la entonces aprendiz, lo que Virgilio es a Dante. Recordemos el primer encuentro de los dos poetas, en uno de los momentos más altos de la Commedia:

sei il mio maestro e il mio autore
u sei colui da cui io tolsi
il bello stile che mi ha fato onore

La extrema versatilidad de Caballé reinando en repertorios de signos distinto, cuando no opuestos, no ha de hacernos olvidar una evidencia rotunda: que su contribución al belcantismo ha sido la más importante del après Callas. Siempre con la ayuda de un instrumento vocal de excepción, que diríase insuflado por capricho divino, Caballé ha sabido convertir el ensueño en técnica... y técnica de lectura directísima para las percepciones contemporáneas. Es signo de inteligencia artística. Como lo es el empeño de poner toda una carrera al servicio de la arqueología musical.

La cuestión de las recuperaciones es importante y arranca, una vez más, del ejemplo de Callas, a quien se debieron algunos espectaculares retornos al eclecticismo de la soprano assoluta del XIX. Títulos hoy populares de Bellini, Donizetti y Rossini estaban prácticamente olvidados en los años cuarenta de nuestro siglo, unas veces por los cambios de sensibilidad, otras por la falta de cantantes que, comprometidas con los excesos de la corriente verista aparecían incapacitadas, o simplemente no interesadas, en recoger el elevado desafío implícito en las exigencias de personajes como Norma, Elvira o Amina. La resurrección de estos personajes en la voz y ademán de Callas, sorprendió tanto como fascinó. Y lo mismo puede decirse de las obras desenterradas posteriormente por Caballé, siguiendo el imperativo de servir a la música. Al mismo tiempo, la labor arqueológica efectuada durante años de rastrear en las obras maestras olvidadas adquiere definitivamente un valor cultural que va más allá del propio lucimiento. Y conviene anotar en el haber cultural de Caballé que no se ha limitado a resucitar, sino que su preocupación fue principalmente la de conciliar el clima romántico y la percepción contemporánea en un ensamblaje que vale por los mejores estudios. Y aunque ciertamente no pueda ser un romanticismo idéntico el de Von Weber que el de Bellini, ni el de Verdi que el de Wagner, hay unas líneas generales que permiten a Caballé elevar su canto -y con él, al público- a las cimas propuestas.

En otros momentos, a veces dispares, Caballé puede sorprender aportando elementos románticos a obras cuya lectura creíamos muy distinta. Así, por ejemplo, modifica poéticamente algunos fragmentos de Tosca, puliéndolos de los excesos del manierismo verista para acercarlos a las sutilezas del belcanto. Y de lo que algunos podrían considerar un híbrido estilístico, surge el asombroso milagro que el propio Puccini debió de intuir cuando hacía exclamar a Mario Caravadossi: "L'arte, nel suo misterio, le diverse armonie del mondo insiem' confonde". Este "misterio" compete en última instancia a la libertad del artista para escapar a la tiranía de escuelas, técnicas y repertorios cerrados. Y en su vertiginoso escape hacia un universo de esferas superiores Caballé ha sabido demostrarnos que el engarze entre el don divino y la pericia humana produce ese estadio último, definitivo, que permite a la razón generar monstruos, pero sublimes.

La polémica entre lo que es modificación y lo que es innovación en ciertas creaciones de Caballé no es tan visible en las rarité belcantistas como en alguna incursión hacia papeles tradicionalmente adjudicados a las sopranos dramáticas. No hay que ser un lince para entender que la voz de Caballé no es la que mejor asociaríamos con Turandot o Salomé, princesas cuyo rasgo principal parece ser una tendencia a la crueldad, la ira o el desplante. Pero debemos descorrer las cortinas de lo rutinario para descubrir cómo en la tesitura no ideal de Caballé ambos papeles ofrecen un sinfín de proposiciones nuevas, una relectura que no puede dejar de apasionarnos. Nace algo nuevo y rutilante. De la estrecha identificación entre el canto y el clima musical, es decir, la atmósfera, surge al fin una fatalidad que excede los límites de un género -la ópera- y acaba gobernando libremente en todoslos campos, en todas las batallas. Y así, los que hemos adorado a Caballé en Norma, nos rendimos con igual fervor a su magisterio cuando sirve puntualmente las exigencias de Brahms en su Réquiem Alemán, o cuando se doblega a obras aparentemente menores como las canciones de cámara de Bellini y Donizetti. Y digo aparentemente menores porque es difícil encontrar en toda la historia de la música un fragmento más hermoso, más conmovedor que la canción del músico de Bérgamo "Le crepuscule". Situándose más allá de la técnica, Caballé consigue incorporar a nuestra vida aquella "materia de que están hechos los sueños" a la que se refirió otro poeta excelso.

Mi tributo a Caballé debería terminar recordando otros grandes logros que me ha sido posible reconstruir en los últimos días, visionando los vídeos de actuaciones que pueden calificarse de históricas: lo que pudiéramos llamar el "vintage Caballé". Así la apoteosis vocal de la Semiramide de Aix-en-Provence, la culminación dramática de la Turandot de París, las continuas fluctuaciones del romanticismo en el Roberto Devereux, también de Aix, junto con otras experiencias ya conocidas, que proponen una línea de riesgo continuo y un gran fervor por la aventura. Y el término no parece inapropiado, por cuanto los saltos de Caballé me recuerdan la imagen de un explorador que se intrinca en la espesura de esta selva de inmensa complejidad que es la música con el fin de restituirnos sus tesoros más preciados.

Nunca nos cansaremos de dar las gracias a Montserrat Caballé. Es una obligación ineludible. Tantos años de gloria en la carrera de una artista constituyen una proeza cósmica. Tener a esa artista en la historia de un pueblo es un privilegio. Mi generación puede y debe sentirse recompensada. Hemos disfrutado de una suerte que muy pocos espectadores del mundo llegan a conocer: hemos podido seguir, paso a paso, la evolución de una artista genial. Y permitidme jugar impúdicamente con las palabras, recordando que si en la historia y gloria de Europa hubo una vez un Gran Siglo, en mi modesto tránsito sobre la tierra quedará, ya para siempre, un demi siècle que lleva el nombre de Montserrat Caballé.

TerenciI Moix


EMAS upv