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Rafael Alberti

Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 2 de octubre de 1995


Discurso

Ninguno comprendíamos el secreto nocturno de las pizarras
ni por qué la esfera armilar se exaltaba tan sola cuando la mirábamos.
Sólo sabíamos que una circunferencia puede no ser redonda
y que un eclipse de luna equivoca a las flores
y adelanta el reloj de los pájaros.
Ninguno comprendíamos nada:
ni por qué nuestros dedos eran de tinta china
y la tarde cerraba compases para al alba abrir libros.
Sólo sabíamos que una recta, si quiere, puede ser curva o quebrada
y que las estrellas errantes son niños que ignoran la aritmética.

Excelentísimo Sr. Rector Magnífico,
Excelentísimo Sr. José Luis Santos,
Srs. Claustrales,
Señoras y señores.

Este poema, titulado Los ángeles colegiales, me transporta esta mañana inaugural de octubre a otras mañanas inolvidables, ya demasiado lejanas, en las que a esta misma hora corría casi desnudo por las playas de mi bahía gaditana jugando con la creciente nieve de sus olas, huyendo de las aburridas clases de Preceptiva Literaria o de Aritmética.

Cómo sospechar por aquellos años que, en un día como el de hoy, sería honrado con el nombramiento de Doctor Honoris Causa en este paraninfo de la Universidad Politécnica de Valencia, ciudad a la que tantos lazos dichosos me unen. Que sería homenajeado por personas de brillantes expedientes académicos, yo, que soñaba con ser matador de toros y me escapaba por las dehesas a torear vaquillas, en compañía de amigos como Paquillo El lechero, y aquel muchacho gitano apodado La negrita... Recuerdo también cómo Manolillo, el barbero de la calle Luna, llegó a dejarme crecer una coleta que, con gran dificultad y orgullo torero, llevé escondida bajo la gorra durante cierto tiempo.

Cada vez que se me distingue en alguna universidad, siento una alegre y extraña emoción, pues me viene a la memoria la imagen de aquel apasionado muchacho que yo era, al que familiarmente llamaban Cuco, que huía de las clases del colegio de los jesuitas de San Luis Gonzaga, en busca de las doradas y tibias arenas de las dunas, del mar, de los bienteveos que cantaban sobre los pinos parasoles, del temblador blanco de las salinas que nunca más pudo desterrar de sus ojos. El viento de Levante se anunciaba con fuerza en el vaivén de las araucarias, tras los cristales de las tediosas aulas, repletas de teoremas y ecuaciones, donde incomprensibles palabras como Fisiología ahogaban mis infantiles sueños de libertad. Sueños que el paso del tiempo agudizará en la nostalgia más profunda hasta hacerme escribir, cincuenta años después, ya desde mi cantado exilio argentino:

"Un barco al pasar me trajo las ventanas de mi colegio".

Hoy, a mis noventa y dos años cumplidos, cuando casi vuelvo a encontrarme cerrando el círculo de mi dilatada vida con aquellos años infantiles, no puedo evitar pensar con qué envidia me contemplarían en estos momentos aquellos pacientes jesuitas, con esta toga y este fantástico birrete que me habéis regalado y que me concede más autoridad que la del padre Aguilar, el padre Lirola o el padre Hurtado ¡Ay, si pudieran verme en este momento tan solemne en el que yo casi podría examinarlos e, incluso, suspenderlos con la misma fría indiferencia que ellos hacían con nosotros! Pero, desgraciadamente, no puede ser así y mientras el paso del tiempo ha hecho desaparecer en mí todo aquel rencor acumulado hacia mis educadores, que en algún momento me hizo escribir:

"Tanta ira
tanto odio
resuelto inútilmente en morderse las uñas
mientras que las pizarras emblanquecían de números
o el margen de los libros se hastiaba de borrones,
tanta ira,
tanto odio contenido sin llanto,
nos llevaban al mar que nunca se
preocupaba de las raíces cuadradas,
al cielo libertado de teoremas,
libre de profesores,
a las dunas calientes,
donde nos orinábamos en fila
mirando hacia el colegio".

Yo os agradezco, infinitamente, este nombramiento que me rejuvenece y hace que me sienta aquel universitario que nunca llegué a ser, pues bien sabéis que jamás aprobé el cuarto año de bachillerato.

Rafael Alberti

Aunque ahora ya puedo confesar que tampoco lo intenté en ningún momento, pues por aquellos años madrileños, me atraía mucho más copiar las ninfas de nácar del Museo del Prado, con el consiguiente disgusto de mi bien intencionada familia, que conseguir un título ¡Qué feliz hubiera hecho yo a mi padre luciendo este atuendo académico ante él, en vez de engañarlo falsificando las notas escolares! En lugar de estudiar, pintaba y, luego, comencé a llamar con mis versos al mar ... Y muchos años después, inmerso ya en un compromiso personal ineludible con mi pueblo, todavía lo seguía llamando en el recuerdo para que me salvara de la monotonía de aquellas clases, irremediablemente perdidas, que ahora, a mis años, tanto añoro...

Podías haber saltado,
haber entrado en clase una mañana,
una noche,
en la hora del olvido de los números,
cuando los atlas piensan que sólo son cartones de colores,
fijas lágrimas que no viajarán nunca,
ahora, cuando no hay ya remedio,
o si existe es tan sólo el de la bala que conspira en la mano,
se me ocurre invitarte,
proponerte esta ingenua conquista o toma de poder de las pizarras,
de los serios pupitres donde yacían de pronto,
empañados,
coléricos,
los ojos de las gafas que nos odiaban siempre,
te lo digo a ti,
mar,
que venías a las puertas del colegio,
sin pensar,
puede ser,
entrar en clase nunca.

Quiero que sepáis que yo valoro, quizás más que cualquier otra persona, este doctorado que me concedéis, porque sé que no soy el mejor ejemplo académico para nadie, pues tengo que reconocer que nunca me arrepentí de aquellas escapadas escolares hacia mis playas y mis bosques marinos, auténticos inspiradores de mi creación literaria.

Ellos son los recuerdos más luminosos de mi vida, los que cada día tengo más frescos y cercanos en mi corazón, los que me llevaré despiertos para siempre cuando mis ojos se duerman definitivamente, tal como ya escribí en mi Arboleda perdida:

"Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas; el viento trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas verdes y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes, buscando donde sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luz caía como una memoria de la luz y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda".

Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía que va a dar al final, a ese golfo de sombra que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada arboleda perdida de mis años".


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