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Vicente Enrique y Tarancón

Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 4 de octubre de 1994


Discurso

Vuestra decisión de incluirme entre los "Doctores Honoris Causa" de esta Universidad ha sido una sorpresa emocionante para mí. A mis años, y con la escasez de merecimientos que puedo presentar para recibir este honor, no esperaba lo confieso lealmente ese gesto que tanto me honra y que se debe exclusivamente a vuestra generosidad, a lo que yo llamaría vuestro talante universitario: abierto, generoso, universalista que no hace de vuestro mundo un coto cerrado sino que reconoce y valora el esfuerzo y la tenacidad en todos los campos, si esas mezquindades impropias de personas profundamente cultas y científicamente serias que acogen con gozo cualquier destello de luz y de verdad.

Aún reconociendo que no se trata en este caso concreto de un premio a los méritos científicos y por eso considero vuestro gesto como un "don gratuito" una verdadera delicadeza por vuestra parte tengo que proclamar públicamente que el hecho de que haya sido una Universidad Valenciana de la tierra en que tengo mis raíces y que por su bien hacer científico y por los servicios que está prestando desinteresadamente a nuestra sociedad, merece la consideración, el respeto y la gratitud de muchos valencianos, me ha llenado de satisfacción.

Quiero manifestar sinceramente ante vosotros y ante toda la Comunidad Valenciana que el hecho de sentirme integrado de alguna manera aunque sea mínima al nombre y al trabajo científico de esta Universidad me llena de orgullo.

Habéis tenido en cuenta, sin duda así lo habéis manifestado públicamente, algunos servicios que he prestado a mi pueblo y a mis conciudadanos en circunstancias nada fáciles. En medio de la incomprensión de unos y otros: de los políticos de entonces que me calificaron de traidor; de muchos cristianos que no acertaban a comprender mi actitud porque no habían asumido de corazón las nuevas orientaciones del Concilio Vaticano II y no entendían que la Iglesia tenía en aquellos momentos una "misión histórica" que cumplir; y, como era lógico, de los fanáticos de uno y otro bando que o pretendían un continuismo imposible o consideraban un nuevo enfrentamiento entre los españoles como condición indispensable para alumbrar un nuevo régimen que fuese de todos y para todos.

Las circunstancias influyen alguna vez de manera eficaz y determinante en la vida de las personas. Y no hay más remedio que asumir, con espíritu abierto y generoso, los nuevos caminos que te señalan y aceptar con ilusión las nuevas situaciones con las que te obligan a enfrentarte.

Nunca hubiera imaginado, cuando en mis años jóvenes, escogí libre y decididamente el camino del sacerdocio, que podría encontrarme en momentos en que me vería obligado, en conciencia, a tomar decisiones que podrían influir en el desarrollo político-social de la comunidad.

Yo sabía perfectamente que el "camino de la Iglesia pasa por el hombre", como ha explicitado claramente el Papa actual. Que el sacerdote tiene la misión de ayudar a sus hermanos los hombres en todos los problemas de la vida: lo dice claramente el Evangelio. Que el cristiano debe defender la dignidad de la persona humana y los "derechos del hombre". Que una de las misiones fundamentales del sacerdote es ser instrumento de reconciliación y de paz, en todas las vertientes de la vida social. Que la finalidad de la Iglesia y, por lo tanto, del sacerdote no es tan sólo "salvar las almas", como se decía anteriormente, sino "salvar al hombre" en toda su integridad.

Pero nunca había sospechado que podía convertirme, pro fuerza de las circunstancias, en lo que se llama "un hombre público" que tendría que asumir responsabilidades en campos no estrictamente religiosos por imperativo de mi conciencia sacerdotal o que tendría que encontrarme en situaciones como la de hoy y en otras parecidas en que sería honrado como hoy o vituperado, como en otros casos, por razones no estrictamente religiosas y por actividades no específicamente sacerdotales.

Sabía perfectamente que el sacerdote, como Jesucristo, ha de ser "signo de contradicción", lo son casi necesariamente cuantos trabajan generosamente por los demás. Pero no podía sospechar que esa contradicción llegase desde dentro y fuera de la Iglesia por caminos extra religiosos: por razones más bien políticas. Claro que debiera haberlo presumido porque al mismo Jesucristo le acusaron de ser "enemigo del César". Ciertas actuaciones religiosas, estrictamente evangélicas, como las de Cristo en favor de los pobres, de los marginados, o simplemente del "pueblo" molestan fácilmente a los poderosos de este mundo.

Lo cierto es que las circunstancias la providencia, diría yo, desde mi actitud cristiana, me colocaron en un puesto clave en la Iglesia cuando ésta no podía inhibirse del problema que tenía planteado nuestra sociedad que buscaba caminos nuevos de libertad y responsabilidad, después de muchos años de coacción del poder público que convertía prácticamente en súbditos a los que tenían el derecho de ser ciudadanos libres y responsables.

No era fácil, en aquellos momentos, encontrar los caminos de una transición pacífica que evitase los traumas innecesarios en el paso de un régimen personal a un régimen democrático.

Eran unas circunstancias, además, aquéllas en que prácticamente no era casi posible y sobre todo no era ético mantener una postura de neutralidad. Se trataba de un cambio que las mismas circunstancias culturales y económicas exigían; que el pueblo en masa sobre todo desde finales de los 60 pedía y hasta reclama y exigía con ilusión; y que, por sus características especiales, necesitaba de la colaboración activa de todas las Instituciones con influencia social (la Iglesia era una de ellas), para que entre todos abriésemos cauces pacíficos para alumbrar la nueva era que todos estábamos esperando con ilusión.

La Iglesia, por razones históricas inevitables, (no es el momento de entretenernos en aclarar ese punto), había sido "beligerante" en la Guerra Civil. Había apoyado el régimen de los vencedores en la misma. Se le presentaba entonces una coyuntura histórica: ayudar positivamente el pueblo en su evolución y proclamar por todos los medios la reconciliación de los españoles.

Siendo Presidente de la Conferencia Episcopal representaba al Episcopado y actuaba en su nombre y tenía el deber personal, no de traer el nuevo régimen político: ésta nunca será misión de la Iglesia, pero sí de aunar esfuerzos y voluntades y de facilitar la inteligencia y colaboración de todos los españoles, para que todos interviniesen en la llegada de la nueva forma político-social que era ya un fruto maduro que no se debía malograr.

La Iglesia tenía entonces no puede negarse una gran influencia social. Y por eso la actitud de la Conferencia Episcopal y de su Presidente tenía unas resonancias públicas, quizá excesivas. Pero era indispensable utilizar también esa influencia para conseguir un cambio pacífico que es lo que todas las personas responsables deseaban.

Servir al hombre y a mi pueblo es la única justificación de mi conducta en aquellos momentos poniendo a contribución todos los medios de que podía disponer para lograr la concordia de pareceres y de conductas. Esto es lo que vosotros habéis tenido en cuenta para incluirme en la lista de "Doctores Honoris Causa" de esta Universidad. Toda mi gratitud es poca para corresponder a vuestra generosidad.

Los valores éticos en la democracia

No creo que sea éste el momento para pronunciar, lo que suele llamarse, una lección magistral. El mismo protocolo, hermoso, pero complejo, de este acto tampoco da demasiado margen para ello.

Yo pretendo simplemente hacer una reflexión en voz alta. Una reflexión sobre un tema que va despertando cada día mayor inquietud y que bastantes presentan con carácter de urgencia. Un tema que ha desbordado la preocupación de los que podríamos llamar especialistas y aún de todos los estudiosos para hacerse voz común, casi un auténtico clamor social: el de promocionar los valores éticos en las sociedades democráticas, ya que algunas de ellas como la nuestra, están sufriendo las consecuencias graves entre ellas, no pocos escándalos de ese vacío ético que, por otra parte, es francamente desestabilizador.

En nuestra sociedad española, esa exigencia de demanda ética tiene "colores propios con tintes sensacionalistas", como alguien ha escrito. La publicación de ciertos escándalos, verdaderamente graves, casi inexplicables, lo justifican hasta cierto punto.

Pero, aún entre nosotros, hay algo más que esa reacción airada contra los abusos. Da la impresión de que la opinión pública o la llamada ahora, aunque impropiamente, conciencia colectiva se está convenciendo cada vez más de que "las cosas no pueden seguir tal como van". Son demasiado graves las lesiones hechas a la Humanidad, es decir, al hombre y a su dignidad. Hasta el punto de que muchos están percibiendo los cambios culturales, sociales, económicos y políticos como un riesgo de resquebrajamiento del ser humano". Y bastantes se creen obligados a plantearse a la pregunta de si las cosas no "deben ser" de otra manera si se quiere salvar al hombre y conseguir un nuevo orden social más justo y más humano.

Esto mismo está ocurriendo, al parecer, en casi todas las democracias occidentales. Es curiosa la afirmación que ha hecho un pensador francés cuando trata de descubrir y proclamar el principio de la responsabilidad que debe estar en la base de una sociedad democrática: "Prometo, escribe, al que definitivamente han logrado desencadenar las fuerzas de la ciencia y de la economía, jamás conocidas, reclama ahora una ética que ponga en sus manos las riendas libremente aceptadas, a fin de impedir que el poder del hombre se convierta en su propia maldición". 1

El relativismo de la verdad, del amor y del bien que se está aceptando prácticamente por muchos; y la permisividad casi absoluta que se ha establecido como norma en la conducta de los hombres y en el gobierno de los pueblos, no permite seguir creyendo que "dejar hacer" a la ciencia, a la economía y a la política, movidas por su propia dinámica interna de logros y conquistas, e inspiradas, no pocas veces, por intereses económicos, sea suficiente para asegurar el desarrollo integral del hombre. Se impone cada día más la convicción de que el recurso a los valores éticos es una respuesta de urgencia para defender la "humanidad" de la existencia humana, individual y colectiva.

Desde hace ya algunos años son muchos los que intentan reflexionar seriamente sobre lo que se ha llamado "autoproblematización de la modernidad" y han presentado una serie de constataciones aceptadas prácticamente por todos como "patrimonio de la cultura actual de Occidente" y que pueden ayudarnos a situarnos ante el tema.

Se refieren concretamente a cinco ámbitos distintos que tienen una importancia fundamental para detectar la gravedad del problema global:

1. La ingeniería genética no puede hallar su legitimación humana solamente en el éxito de sus propias investigaciones. Está postulando urgentemente una bioética que evite convertir al hombre en un objeto de elaboración de laboratorio, al servicio de intereses ajenos, cuando no contrarios, a la dignidad de la persona humana.

2. Las técnicas de comunicación social, utilizadas desde diversos centros de poder, se convierten en mecanismos al servicio de los intereses de quienes los manejan, con efectos muy diversos de la libertad que las personas habrían de alcanzar por el reconocimiento democrático de la libertad de expresión, y están postulando normas deontológicas diversas de su propia eficacia.

3. La miseria económica de gran parte de la humanidad, los efectos de paro y pobreza que el sistema económico produce en los llamados países desarrollados, en virtud de su propia racionalidad supuestamente científica, está pidiendo la ineludible referencia a una ética económica que ilumine una realidad excesivamente oscura y claramente injusta.

4. La política, considerada como la instancia "suprema" de la racionalidad humana al servicio del bien común, padece los ataques de quienes la ven manejada por un principio de "eficacia" muy poco compatible con el ideal humano que debería inspirarla, convirtiéndose en el campo de actuación de intereses "parciales" de quienes la ejercen y de la "violencia" de quienes mantienes el "status quo" existente o el de aquéllos que se esfuerzan en modificarla.

5. El legítimo "dominio" de la razón y de la ciencia sobre una naturaleza que debería ser sujeto de un cultivo puesto al servicio de la humanidad, se convierte en un expolio provocado por la dinámica de unos intereses económicos que amenazan el "equilibrio ecológico", ponen en peligro la misma habitabilidad del planeta y plantean serias responsabilidades cara al futuro de la humanidad y su pervivencia.2

Estas constataciones, admitidas hoy por todos, plantean cuestiones y problemas serios sobre los que conviene reflexionar para encontrar una solución adecuada.

Yo quiero aportar mi colaboración a ese estudio que se impone y que, como alguien ha escrito, obligue a la humanidad a buscar algo distinto a lo que actualmente se considera como normal y que ahora "se va haciendo como resultado de una lógica, cuya racionalidad se impone al servicio del logro de ciertos intereses y mediante la eficacia del progreso científico en el que la cultura moderna tanta confianza había puesto".

Para enfocar debidamente nuestra reflexión, es indispensable, ante todo, precisar lo que actualmente entienden muchos por "valores éticos" que han cambiado de signo y no tienen ahora las raíces religiosas que tenían anteriormente.

Esta aclaración es necesaria para estudiar la cuestión fundamental: ¿es posible encontrar, en una democracia que por su propia naturaleza ha de ser pluralista, el consenso indispensable para que los llamados "valores fundamentales", reconocidos por todos, sean el fundamento de una convivencia pacífica, justa y solidaria y pueda defenderse con eficacia la dignidad de la persona humana con todos los derechos que le son propios?

Después de esos dos apartados me creo en el deber, como obispo, de aclarar una cuestión para mí importante: ¿tiene algo que decir el cristianismo y en su nombre la Iglesia en la búsqueda de ese consenso y en la fundamentación de los nuevos valores par que tengan verdadera eficacia?

Tres apartados breves que podrán orientar nuestra reflexión en estos momentos en que la sociedad está buscando con afán el camino para que reine la justicia en el mundo y pueda defenderse con seriedad el "valor hombre".

NOTAS:
1 Jonas, Hans, "Le principe responsabilité", Cerf. París 1990, pág. 13.
2 Síntesis de D. José Mª Setién, Conferencia Universidad de Deusto 2 de Marzo 1993.

Vicente Enrique y Tarancón

1. Los "valores" en la nueva concepción de la ética.

La Religión, hemos de reconocerlo, ha tenido durante siglos un marcado carácter de totalidad porque abarcaba, o pretendía hacerlo con autoridad absoluta, todas las vertientes de la vida de los hombres y de los pueblos.

No me refiero exclusivamente al cristianismo que, entre nosotros tenía una especial significación e importancia y que, como es lógico, ha podido caer en los mismos errores que otras religiones en casos determinados: son hombres también los que están al frente de la Iglesia y no puede extrañarnos que tengan, como todos, limitaciones. Me refiero a todas las religiones importantes que han tenido, durante siglos y siguen teniendo ahora, más o menos vigencia en la Humanidad.

Limitándonos al campo de nuestra reflexión ha sido una realidad durante muchos siglos el considerar la Ética se llamaba más comúnmente Moral como una parte de la Religión. Mejor dicho, se consideraba como la proyección de las creencias de las verdades de Fe sobre la vida y la actuación de los hombres y de los pueblos.

Las distintas religiones creen firmemente que están en posesión de la verdad absoluta: Dios y todo lo que proviene directamente de Él. No es extraño que considerasen como un deber insoslayable un deber sagrado el de proclamar y, prácticamente, imponer a todos sus propias creencias y sus normas morales.

Cuando la religión era consustancial a la vida de los pueblos se consideraba como al "alma " de la cultura, de la civilización, de la misma vida se imponía la moral religiosa como la manera más eficaz y segura de conseguir una auténtica convivencia, en justicia y en paz, en todas las sociedades.

Es verdad que, entonces, los "valores morales" tenían, a vista de todos, una excelencia y una fuerza intrínseca realmente extraordinarias. Era la misma Fe en Dios la "razón fundante", podríamos decir, la obligatoriedad ética. Sus valores y normas estaban por encima de todos los raciocinios y poderes humanos: tenían la garantía del mismo Dios.

La situación ha cambiado ahora radicalmente. La nueva cultura, profundamente secular, proclama y defiendo con tesón su independencia de toda influencia religiosa. La organización de las sociedades modernas deja completamente al margen el factor religioso. Es lógico que al buscar los valores éticos de la convivencia y política se prescinda de la antigua raíz religiosa.

La Iglesia Católica previó en el Concilio Vaticano II esa nueva situación y propuso claramente el principio de libertad religiosa en el orden civil que considera como una exigencia de la misma dignidad de la persona humana. El cristianismo, hay que reconocerlo, no se ha cerrado a ese nuevo planteamiento que tiene su parte de verdad: el mismo Concilio estableció, como principio, que "la comunidad política de la Iglesia son independientes y autónomas en su propio campo". El diálogo se ha hecho posible.

En nuestros días se habla ya abierta y definitivamente de una ética civil, ciudadana, plenamente humana que sea válida para una sociedad laica y pluralista en la que han de reconocerse todos los derechos a la libertad que comporta la plena ciudadanía. La nueva ética ha de ser válida para todos los grupos sociales sin distinción de ninguna clase por razones culturales, económicas, étnicas o religiosas. Y en este plano está concebido el diálogo que ya se está realizando entre los especialistas, principalmente, para encontrar los valores de esta nueva ética social.

La primera cuestión que se plantea, y con no pocas dificultades, es encontrar lo que muchos llaman la "razón fundante" del imperativo ético. Esto es, el fundamento de la obligatoriedad para todos de esos valores que son indispensables para una convivencia justa, civilizada, solidaria y pacífica y que deben ser admitidos y practicados por todos para defender con eficacia la dignidad y los derechos de todos los hombres.

Han sido dos los caminos por los que ha tratado de avanzar la reflexión científica: el camino del precepto legal y el camino de los valores. Se trata, como dicen, de aplicar a la vida el imperativo categórico kantiano: "Hay que hacer el bien y se ha de evitar el mal".

Dos grandes dificultades se interponen, a juicio de los expertos, para avanzar decididamente por ese camino y encontrar la solución adecuada: la absolutización de la libertad personal que se presenta como una conquista de los tiempos modernos, pero independiente de la verdad, del bien y de la misma dignidad personal, y la confusión entre valor ético e interés personal o el considerar como un auténtico valor a la eficacia: es bueno lo que prácticamente da resultado. Con todo, hemos de seguir el camino de búsqueda para encontrar si es posible la solución que todos están buscando con marcado interés.

Y la primera pregunta a la que es necesario contestar, es la siguiente: ¿puede apoyarse la ética en la Ley? O, más claro: ¿puede ser la Ley el principio y como la razón fundante de la ética, aún refiriéndonos exclusivamente a la ética civil o ciudadana?

Parece que existe el acuerdo en que los comportamientos humanos, tanto individuales como colectivos, necesitan de una "legitimación" que va más allá de las normas legales porque la misma Ley debe asentarse en unos principios metajurídicos que la legitimen porque las leyes están concebidas y realizadas por hombres pueden ser tendenciosas y hasta injustas, como la misma experiencia enseña. Pensemos, por ejemplo, en la legislación de las distintas dictaduras que hemos conocido. Es la voluntad del dictador la que se impone en las leyes. Y no se tienen en cuenta los derechos de las personas o de los grupos sociales, ni aún muchas veces ni los derechos más elementales.

Un filósofo moderno ha afirmado: "una democracia carente de consenso prejurídico, adolece de falta de legitimación... hace imposible una convivencia humana digna".3

No basta la Ley, por lo tanto, para fundamentar segura y eficazmente las normas éticas. La Ley ha de servir, ciertamente, para armonizar los derechos de las distintas personas o grupos sociales y para coordinar, en principio, los intereses de unos y otros que pueden ser encontrados, a fin de que la sociedad pueda conseguir su desarrollo y perfeccionamiento.

Queda, pues, el otro camino señalado: el de los valores.

Pero nos encontramos con una realidad insoslayable: los mismos valores que, a juicio de todos, tienen carácter fundamental, como por ejemplo, el bien, la verdad, el amor, el respeto a los demás, la justicia, la solidaridad, la igualdad de la persona de cualquier raza o condición, no son aceptados incondicionalmente por muchos. Da la impresión de que cada uno piensa más bien en el "para qué" de aquella normal moral que se le impone. El interés personal prevalece demasiadas veces sobre la verdad y la justicia y sobre el bien de los demás y de la comunidad.

La verdad es que está resultando difícil arbitrar unos valores, dentro de esta ética civil, que sean aceptados, al menos teóricamente por todos, aunque alguna vez es un fallo propio de la naturaleza humana se prescinde de ellos.

Un filósofo moderno se pregunta: ¿Por qué la ética civil está resultando insuficiente? Y él mismo se contesta: "Sólo habrá ética civil pública si además hay ética civil privada, la cual, para serlo, ha de ir mucho más allá de la justicia, caminando hacia el amor: la caridad".4

El Profesor Laín Entralgo que tan seriamente ha reflexionado sobre estos temas escribe: "La moral civil debe obligarnos a colaborar lealmente en la perfección de los grupos sociales a los que de tejas abajo pertenecemos: una entidad profesional, una ciudad, una nación unitaria o, como empieza a ser nuestro caso, una nación de nacionalidades y regiones. Sin un consenso tácito entre los ciudadanos acerca de lo que sea esencialmente esa perfección, la moral civil no parece posible".5

El éxito en este terreno no parece demasiado fácil. Hacen falta, al parecer, unas condiciones previas que habremos de ver cómo pueden conseguirse.

No quiero ser pesimista. Creo que existen algunos hechos que abren caminos de esperanza.

Es evidente, por ejemplo, que la "Declaración Universal de los Derechos Humanos" que ha sido suscrita por la inmensa mayoría de las Naciones y que recoge valores fundamentales de orden ético, es un buen antecedente para seguir ese camino.

Es cierto también que la sensibilidad del hombre de hoy está más viva respecto a ciertos bienes que antes se soslayaban: El de la dignidad de todas las personas humanas, el ansia de paz y el repudio de las guerras, el de la solidaridad entre los hombres y entre los pueblos, etc. Se puede afirmar que esos valores son ya ahora verdadero patrimonio de la Humanidad. Es un primer paso muy importante para conseguir el objetivo que se pretende.

La verdad es, sin embargo, que el rearme moral que proponen políticos de las distintas tendencias no llega; y que no acaban de encontrarse los fundamentos del imperativo ético que sean válidas para todos. La inquietud que manifiestan tantos pensadores serios y el diálogo científico que se ha iniciado, al parecer muy seriamente, son signos de esperanza.

3. Los valores éticos en un régimen democrático.

El tejido social de los pueblos democráticos es como un gran río en el que van a desembocar, engrosándolo, muchos afluentes. Cada uno de éstos tiene sus peculiares características pero ha de integrarse en un cauce regulador que, suave pero eficazmente, vaya consolidando la unidad de la corriente en beneficio de todos los ciudadanos.

La democracia es un régimen de libertades en el que la libertad personal, consciente y responsable, tiene una importancia fundamental. Es inevitable, por lo tanto, que exista en ella un amplio pluralismo en todos los órdenes de la vida. Pluralismo que no debe significar anarquía pero que reclama ineludiblemente que no se trate de imponer una uniformidad que, además, de antidemocrática, es antihumana. Esa uniformidad impuesta desde arriba es lo que caracteriza a las dictaduras.

Ese pluralismo, dentro de los límites debidos, es tan característico de las democracias que se puede afirmar, como se ha hecho repetidamente, que decir democracia es decir pluralismo.

Pero ese pluralismo no debe romper la unidad; debe enriquecerla. Hace falta, de consiguiente, algún elemento integrador que como objetivo o ideal común consiga la armonía de todas las diferencias.

También existe y aún debe existir en la democracia el pluralismo en el campo de la ética. Porque cada persona, cultural y vitalmente desarrollada y en condiciones físicas y psíquicas normales, tiene una visión ética personal; las mismas relaciones que ha de mantener con los "otros", en la vida profesional o social, le dan esa experiencia que se trasluce, casi necesariamente, en sus convicciones y en sus actitudes morales.

Incluso en una misma confesión religiosa el cristianismo, por ejemplo cabe un pluralismo, tanto teológico como vital, que ateniéndose a unas normas peculiares en el cristianismo a lo que se llama "la comunión eclesial" no sólo es legítimo sino inevitable. La madurez personal se manifiesta precisamente en los criterios, juicios y convicciones que uno va adquiriendo con esfuerzo, y que si han de estar enmarcados dentro de las coordinadas sociales o confesionales han de respetar la libertad personal. A nadie se puede privar tampoco por razones religiosas del derecho y del deber de pensar, de adquirir convicciones y de obrar en conformidad con su propia conciencia: es un derecho inalienable de la persona racional.

El instrumento que puede armonizar o encauzar externamente las distintas ideologías o actitudes es la Ley que tiene un valor jurídico y es obligatoria para todos: la "igualdad de todos ante la Ley" es uno de los principios básicos del régimen democrático.

Pero es evidente que no basta el precepto legal para asegurar el cumplimiento de los preceptos éticos. La Ley actúa en el orden meramente externo. Los hombres responsables deben actuar por convencimiento, en conformidad con su propia conciencia.

En la situación actual quizá lo más urgente es que todos los hombres de recta intención y buena voluntad nos convenzamos de la necesidad y hasta de la urgencia de un auténtico "rearme moral". Y que todos adquiramos una profunda voluntad de entendimiento sin radicalismos que harían muy difícil la inteligencia común que es indispensable.

No podemos olvidar que ha de ser precisamente la ética la que se enfrente con la transformación del individuo que, sin perder su personalidad ha de convertirse en ciudadano responsable: en esa responsabilidad de todos los ciudadanos en los asuntos públicos consiste fundamentalmente la democracia.

Y hemos de tener en cuenta, además, que tan sólo tiene cabida la ética o moral cuando se trata de acciones entre las que cabe la elección libre y de las que ha de responder la persona individual. Esta madurez humana debería ser la característica de todo ciudadano democrático.


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