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José Saramago

Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 11 de mayo de 1999


Discurso

Decidió generosamente la Universidad Politécnica de Valencia concederme el grado de Doctor "Honoris Causa", ciertamente por haber encontrado méritos suficientes para tal en el trabajo que como escritor vengo realizando, lo que, obvio es, no me competirá a mí confirmar o poner en duda. Me limito sólo a relativizarlos, no por excesos de una modestia congénita o por prudencia táctica adquiridas con la experiencia de la edad, sino por una actitud de espíritu que se me va constituyendo en segunda e imperativa naturaleza. Dicho esto, permítaseme creer que si es verdad que llego a este acto con la legitimidad de quien ha sido expresamente llamado, también es verdad que no me presento con las manos vacías. Traigo de casa algún trabajo hecho, ese al que el Profesor José Luis Santos, mi padrino de ceremonia y mentor primero, acaba de citar, es decir, algunos libros, algunas ideas, algunas reflexiones, lo más y mejor que, en una vida que ya me sorprende por tan larga, pude ir inventando y fabricando, un puente de palabras por donde intento llegar a mis lectores y donde deseo que mis lectores me encuentren, con la esperanza o la certidumbre, de ellos y mía, de que allí estará y sepa estar, no sólo el autor, más el hombre real, la simple persona que soy. No pido nada más porque es lo máximo que pido.

Rector Magnífico, señoras y señores,

Abordar un texto literario, cualquiera que sea el grado de profundidad o amplitud de su lectura, presupone, y me atrevo a decir que presupondrá siempre, una cierta incomodidad de espíritu. Es como si una consciencia exterior estuviera observando con ironía la futilidad relativa de nuestros esfuerzos de destape, ya que, estando ellos obligados a organizar, en el complejo sistema capilar del texto, un itinerario continuo y una univocidad coherente, al mismo tiempo abandonan las mil y una vías ofrecidas por otros itinerarios posibles. Esto a pesar de que sabemos, de antemano, que sólo después de haber recorrido todos los caminos, aquellos y el que se eligió, podríamos acceder al significado último del texto, suponiendo que lo que llamamos texto tenga un último significado, un límite, un no más allá. Eso sin contar que la lectura supuestamente totalizadora así obtenida, no haría más que acrecentar, a la red sanguínea del texto, una ramificación nueva, un circuito nuevo, y por tanto impondría la necesidad de una nueva lectura... Todos hemos compadecido la suerte de Sísifo, obligado a empujar montaña arriba una sempiterna piedra que sempiternamente rodará para el fondo del valle, pero quizá el peor castigo del desafortunado hombre sea el de saber que no podrá tocar jamás una sola de las piedras que están alrededor, esas que se quedarán esperando, en vano, la fuerza que las arrancaría de la inmovilidad.

No preguntamos al soñador por qué razón está soñando, no requerimos del pensador las razones primeras de su pensar, pero nos gustaría saber, de uno y otro, a dónde les llevan, o llevan ellos, el sueño y el pensamiento. En una palabra, querríamos conocer, para comodidad nuestra, esa pequeña constelación de brevedades que conocemos por el nombre de conclusiones. Sin embargo, al escritor - sueño y pensamiento reunidos - no se le puede exigir, y él tampoco sabría hacerlo, que nos explique los motivos, desvende los caminos y señale los propósitos. El escritor (igual que el pintor, igual que el escultor, igual que el músico) va borrando los rastros que dejó, crea tras de sí, entre los dos horizontes, un desierto, razón por la que el lector tendrá que trazar y abrir, en el terreno así alisado, una ruta suya, personal, que jamás coincidirá, jamás se yuxtapondrá a la ruta del escritor, para siempre escondida. A su vez, el escritor, barridas las señales que marcaron no sólo el sendero por el que vino, sino también las dudas, las pausas, las mediciones de la altura del sol, la resolución de las hipotéticas bifurcaciones, no sabrá decirnos por qué camino llegó adonde ahora se encuentra, parado en medio del texto o ya en el fin de él. Ni el lector puede reconstituir el itinerario del escritor, ni el escritor puede reconstituir el itinerario del texto: el lector sólo podrá interrogar al texto acabado, el escritor tal vez debiese renunciar a decir cómo lo hizo. Pero ya sabemos que no renunciará.

Cambio de tono. Por experiencia propia, he observado que, en su trato con autores a quien la fortuna, el destino o la mala suerte no permitieran la gracia de un título académico, pero que, a pesar de todo, fueron capaces de producir una obra merecedora de alguna atención, la actitud de las universidades suele ser de una benévola y sonriente tolerancia, muy parecida a la que las personas razonablemente sensibles usan en su relación con los niños y los viejos, con unos porque todavía no saben, con los otros porque ya olvidaron. Gracias a tan generoso procedimiento, los profesores de Literatura en general y los de Teoría de la Literatura en particular, han acogido con simpática condescendencia - sin que por eso tiemblen sus convicciones personales y científicas - mi osada declaración de que la figura del Narrador no existe de hecho, y que sólo el Autor - repito, sólo el Autor - ejerce real función narrativa en la obra de ficción, cualquiera que ella sea, novela, cuento o teatro (¿dónde está, quién es el Narrador en una obra teatral?). Y quién sabe si hasta en la poesía, que tanto como soy capaz de entender, representa la ficción suprema, la ficción de las ficciones. (¿Podremos decir que los heterónimos de Pessoa son los narradores de Pessoa?. Si es así, ¿quién les narra a ellos?. Entre unos y otros, ¿quién está narrando a quién?).

Buscando auxilio en una dudosa o, por lo menos, problemática correspondencia de las artes (véase Étienne Souriau), algunas veces he argumentado, en mi defensa, que entre una pintura y la persona que la observa no existe otra mediación que no sea la del respectivo autor ausente, y que, por tanto, no es posible identificar, o siquiera imaginar, por ejemplo, la figura de un Narrador en el Guernica, en La rendición de Breda o en Los fusilamientos de la Moncloa. A esta objeción suelen responderme, en general, que, siendo las artes de la pintura y de la escritura diferentes, diferentes tendrían que ser también, necesariamente, las reglas que las definen y las leyes que las gobiernan. Tan perentoria respuesta parece que quiere ignorar el hecho, a mi entender fundamental, de que no hay, objetivamente, ninguna diferencia esencial entre la mano que va guiando el pincel o el vaporizador sobre el soporte, y la mano que va dibujando las letras en el papel o las hace aparecer en la pantalla del computador. Ambas son prolongaciones de un cerebro, ambas son instrumentos mecánicos y sensitivos, capaces, ambas, con adiestramiento y eficacia semejantes, de composiciones y ordenamientos expresivos, sin más barreras o intermediarios que los de la fisiología y de la psicología.

En esta mi contestación del Narrador, claro está, no llego hasta el punto de negar que la figura de una entidad así denominada pueda ser ejemplificada y apuntada en un texto, al menos y lo digo con todo el respeto, según una lógica deductiva bastante similar a la de la demostración ontológica de la existencia de Dios de que S. Anselmo ha sido el autor... Acepto, incluso, la probabilidad de desdoblamientos o variantes de un presunto Narrador central, con el encargo de expresar una pluralidad de puntos de vista y de juicios, considerados, por el Autor, útiles a la dialéctica de los conflictos. La pregunta que me hago, y esto es lo que verdaderamente más me interesa, es si la atención obsesiva puesta por los analistas del texto en tan escurridiza entidad, propiciadora, sin duda, esa atención, de suculentas y gratificantes especulaciones teóricas, no estará contribuyendo para la reducción del Autor y de su pensamiento a un papel de peligrosa secundariedad, siempre que se trate de llegar a una comprensión más amplia de la obra. Aclararé que, cuando hablo de pensamiento, no estoy apartando de él los sentimientos y las sensaciones, los anhelos y los sueños, todas las vivencias del mundo exterior y del mundo interior sin las cuales el pensamiento se tornaría quizá (me arriesgo a pensarlo...) en un puro pensar inoperante.

Abandonando desde ahora cualquier precaución oratoria, lo que estoy asumiendo aquí, finalmente, son mis propias dudas, mis propias perplejidades sobre la identidad real de la voz narradora que vehicula, tanto en los libros que he escrito como en los que hasta ahora he leído, aquello que, definitivamente, creo que es, caso por caso, y cualquiera que sean las técnicas empleadas, el pensamiento del Autor. El suyo propio, personal (hasta donde es posible que lo sea), o, acompañándolo, mezclándose con él, informándolo y conformándolo, los pensamientos ajenos, históricos o contemporáneos, deliberadamente o inconscientemente tomados de prestado para satisfacer las necesidades de la narración: las discursivas, las descriptivas y las reflexivas.

Y también me pregunto si la resignación o la indiferencia con que el Autor, hoy, parece aceptar la usurpación, por el Narrador, de la materia, de la circunstancia y de la función narrativa, que en épocas anteriores le eran, todas ellas, exclusiva e inapelablemente imputadas, no sólo como Autor, sino como persona, no serán, esa resignación y esa indiferencia, una expresión más, asumida o no, de un cierto grado de abdicación de responsabilidades más generales.

Quién lee, ¿para qué lee? ¿Para encontrar, o para encontrarse?. Cuando el Lector se asoma a la entrada de un libro, ¿es para conocerlo, o para conocerse a sí mismo en él? ¿Quiere el Lector que la lectura sea un viaje de descubridor por el mundo del Poeta (designo ahora por Poeta, si me lo permiten, a todo hacedor literario), o, sin quererlo confesar, sospecha que ese viaje no será más que un simple pisar de nuevo en sus propias y conocidas veredas? ¿No serán el Escritor y el Lector como dos mapas de carreteras de países o regiones diferentes que, al sobreponerse, transparentes hasta cierto punto, uno y otro, por la lectura, se limitan a coincidir algunas veces en trechos más o menos largos del camino, dejando inaccesibles y secretos espacios no comunicantes, por donde apenas circularán, solos, sin compañía, el Escritor en su escritura, el Lector en su lectura?. Más concisamente: ¿qué comprendemos nosotros, de hecho, cuando procuramos aprehender, otra vez en sentido lato, la palabra y el espíritu poéticos?.

José Saramago

Es común decir que ninguna palabra es poética por sí misma, y que son las otras palabras, las próximas o las distantes, que, con intención, pero igualmente de modo inesperado, la hacen poética. Significa esto que, parejamente al ejercicio voluntarista de la elaboración literaria, durante el cual se busca en frío efectos nuevos o se trata de disfrazar la excesiva presencia de los antiguos, existe también, y esa será la mayor suerte de quien escribe, un aparecer repentino, un situarse natural de las palabras, atraídas unas por las otras, como los diferentes mantos de agua, provenientes de olas y energías diferentes, se ensanchan, fluyendo y refluyendo, en la arena lisa de la playa.

No es difícil, en cualquier página escrita, sea de poesía, sea de prosa, descubrir las señales de esas dos presencias: la expresión lograda que resultó del uso consciente y metódico de los recursos de una sabiduría de artesano y la expresión no menos lograda de lo que, sin haber abdicado de aquellos recursos, se encontró con una súbita y feliz composición formal, como un cristal de nieve que hubiese reunido, en la perfección de su estrella, unas cuantas moléculas de agua - y sólo esas.

¿Qué hacemos, los que escribimos? Nada más que contar historias. Contamos historias los novelistas, contamos historias los dramaturgos, contamos también historias los poetas, nos las cuentan igualmente aquellos que no son, y no llegarán a serlo nunca, poetas, dramaturgos y novelistas. Incluso el simple pensar y el simple hablar cotidiano son ya una historia. Las palabras proferidas y las apenas pensadas, desde que nos levantamos de la cama hasta que a ella regresamos, sin olvidar las del sueño y las que al sueño intentan describir, constituyen una historia que tiene una coherencia interna propia, continua o fragmentada, y podrán, como tal, en cualquier momento, ser organizadas y articuladas en historia escrita.

El escritor, ese, todo cuanto escribe, desde la primera palabra, desde la primera línea, será en obediencia a una intención - a veces directa, a veces oculta -, aunque, de cierto modo, siempre discernible y más o menos patente, en el sentido de que está obligado, en todos los casos, a facultar al lector, paso a paso, datos cognitivos suficientes, comunes a ambos, para que ese lector pueda, sin excesiva dificultad, entender lo que, pretendiendo parecerle nuevo, diferente, tal vez original, era al cabo conocido porque, sucesivamente, iba siendo reconocido. El escritor de historias, manifiestas o disimuladas, es un ejemplo de mistificador, cuenta historias para que los lectores las reciban como creíbles y duraderas, a pesar de saber que ellas no son más que unas cuantas palabras suspendidas en aquello a que yo llamaría el inestable equilibrio del fingimiento, palabras frágiles, permanentemente asustadas por la atracción de un no sentido que las empuja para el caos, para fuera de los códigos convenidos, cuya llave, a cada momento, amenaza con perderse.

No olvidemos, no obstante, que, así como las verdades puras no existen, tampoco las puras falsedades pueden existir. Porque si es cierto que toda verdad lleva consigo, inevitablemente, una parcela de falsedad, aunque no sea más que por insuficiencia expresiva de las palabras usadas, también es cierto que ninguna falsedad llegará a ser tan radical que no vehicule, incluso contra las intenciones del embustero, una parcela de verdad. En ese caso, la mentira podría contener, por ejemplo, dos verdades: la propia suya, elemental, esto es, la verdad de su propia contradicción (la verdad no puede ser borrada, se encuentra oculta en las mismas palabras que la niegan...), y una otra verdad, la de que, sin quererlo, se tornó vehículo, comporte o no esta nueva verdad, a su vez, una parcela de mentira.

De fingimientos de verdades y de verdades de fingimientos se hacen, pues, las historias. Con todo, y a despecho de lo que, en el texto, se nos presenta como una evidencia material, la historia que al lector más deberá interesar no es, en mi opinión, la que, en último extremo, le va a ser propuesta por la narrativa. Cualquier ficción (por hablar ahora apenas de lo que me es más próximo) no está formada solamente por personajes, conflictos, situaciones, lances, peripecias, sorpresas, efectos de estilo, juegos malabares, exhibiciones gimnásticas de técnica narrativa - una ficción es (como toda obra de arte) la expresión más ambiciosa de una parcela de la humanidad, esto es, su Autor. Me pregunto, incluso, si lo que determina al lector a leer no será la esperanza no consciente de descubrir en el interior del libro - más que la historia que le será contada - la persona invisible, pero omnipresente, del autor. Tal como creo entenderla, la novela es una máscara que esconde y al mismo tiempo revela los trazos del novelista. Probablemente (digo probablemente) el lector no lee la novela, lee al novelista.

Con esto no pretendo proponerle al lector que se entregue, durante su lectura, a un trabajo de detective o de antropólogo, procurando pistas o removiendo extractos geológicos, al cabo o al fondo de los cuales, como un culpable o una víctima, o como un fósil, se encontraría escondido el Autor... Muy por el contrario: lo que digo es que el Autor está en el libro todo, que el Autor es todo el libro, incluso cuando el libro no consiga ser todo el Autor. Verdaderamente, no creo que haya sido para chocar a la sociedad de su tiempo, por lo que Gustave Flaubert declaró que Madame Bovary era él mismo. Me parece que, al decirlo, no hizo más que derrumbar una puerta desde siempre abierta. Sin querer faltar al respeto que debo al autor de L'Éducation sentimentale, podría decir que una tal afirmación no peca por exceso, pero sí por defecto: a Flaubert se le olvidó decirnos que él era también el marido y los amantes de Emma Bovary, que era la casa y la calle, que era la ciudad y todos cuantos, de todas las condiciones y edades, en ella vivían, casa, calle y ciudad reales o imaginadas, da lo mismo. Porque la imagen y el espíritu, y la sangre y la carne de todos ellos, tuvieron que pasar, enteros, por un único ser: Gustave Flaubert, esto es, el hombre, la persona, el Autor. También yo, aunque siendo tan poca cosa en comparación, soy la Blimunda y el Baltasar de Memorial del Convento, y en el Evangelio según Jesucristo no soy apenas Jesús y María Magdalena, o José y María, porque soy también Dios y el Diablo que allí están...

Lo que el autor va narrando en sus libros no es su historia personal aparente. No es eso que llamamos relato de una vida, no es su biografía linealmente contada, cuantas veces anodina, cuantas veces sin interés, pero una otra, la vida laberíntica, la vida profunda, aquella que él difícilmente osaría o sabría contar con su propia voz y en su propio nombre. Tal vez porque lo que hay de grande en el ser humano sea demasiado para caber en las palabras con que a sí mismo se define y en las sucesivas figuras de sí mismo que pueblan un pasado que no es apenas suyo, y que por eso se le escapará cada vez que intente aislarlo o aislarse en él. Tal vez, también, porque aquello en que somos mezquinos y pequeños es hasta tal punto común que nada de muy nuevo podría enseñar a ese otro ser pequeño y grande que es el lector...

Finalmente, quizá sea por alguna de estas razones por lo que ciertos autores, entre los cuales me incluyo, privilegian, en las historias que cuentan, no la historia de lo que vivieron o viven (huyendo así de las trampas del confesionalismo literario), aunque sí la historia de su propia memoria, con sus exactitudes, sus desfallecimientos, sus mentiras que también son verdades, sus verdades que no pueden evitar a su vez la mentira. Bien vistas las cosas, soy sólo la memoria que tengo, y esa es la única historia que puedo y quiero contar. Omniscientemente.

En cuanto al Narrador, si después de esto aún hubiera quién lo defienda, ¿qué podrá ser sino el más insignificante personaje de una historia que no es la suya?.

La última palabra, Rector Magnífico, será para expresar mi profundo reconocimiento por el honor que la Universidad Politécnica de Valencia me ha concedido acogiéndome entre los suyos. Procuraré, en todas las circunstancias, ser digno de esta distinción, no desmerecer nunca de ese buen juicio, gracias al cual se me abrieron las puertas de esta casa, que a partir de ahora consideraré también mía.

Muchas gracias.


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