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Gianluigi Colalucci

Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 16 de noviembre de 1995


Laudatio por Pilar Roig Picazo

Excmo. Sr. Rector Magnífico,
Dignísimas Autoridades,
Excmos. Sres. Dres. Gianluigi Colalucci, y Salvatore Misseri,
Sres. Claustrales,
Señoras, y Señores.

Sean mis primeras palabras de reconocimiento de la excelsa obra realizada por el honorable Doctor Gianluigi Colalucci y de agradecimiento a su persona por distinguirnos hoy con su presencia.

La lección magistral que nos impartirá a continuación me libera de una extensa introducción, con la ventaja complementaria para los presentes de abreviar la espera de su interesante intervención.

El currículum del Dr. Colalucci lo acredita como figura señera en el ámbito de la restauración artística. Se diplomó por el Instituto Central de Restauración de Roma bajo la dirección de Cesare Brandi, llegando a ser su discípulo más destacado, llevando a la práctica venciendo las dificultades, el trabajo en equipo, la interdisciplinariedad y el rigor científico.

Desarrolló su trabajo profesional en el Laboratorio de restauración de la Galería Nacional de Sicilia, Restaurando una gran cantidad de Obras de Arte. Al inicio de los años 60, se solicitó su colaboración en la Dirección General de Monumentos, Museos y Galerías Pontificias y desde 1979 ha sido Jefe de los Laboratorios Vaticanos hasta Mayo de 1995, fecha de su jubilación.

Su buen hacer y su profesionalidad han dejado su más reconocida huella en la restauración llevada a cabo desde 1980 hasta 1994 en la Capilla Sixtina. Gracias a ello, los frescos de Miguel Ángel han recobrado su colorido y vitalidad originales.

Ha publicado diversos libros sobre restauración, artículos en revistas especializadas, y volúmenes monográficos.

Ha impartido docencia en Universidades, Institutos y Museos de Italia, Francia, Inglaterra, España, Grecia, Suiza, Alemania, Rusia, Estados Unidos, Australia y Japón.

Ha colaborado y todavía colabora con varias Direcciones Generales de Patrimonio italianas, en restauraciones de pintura mural, obras sobre tela, tabla, bronce y materiales lapídeos.

Está en posesión de diversas condecoraciones vaticanas y de otros estados. Es socio honorario de la Asociación Cultural Arte Educatrice Museum de Roma, es socio activo del Rotary Club de Roma Sud-Oeste, Fellow Member del International Institute of Conservation.

Posee el distintivo por excelencia en el trabajo concedido por el Consejo de Ministros de la República Popular de Hungría.

Es Caballero de la Orden Ecuestre de San Gregorio Magno concedida por el Papa Pablo VI.

Es Comendador de la Orden Ecuestre de San Gregorio Magno concedida en 1994 por el Papa Juan Pablo II.

En 1991 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad de New York.

Asumimos el magisterio del honorable Colalucci desde nuestra reciente, aunque ya extensa labor, centrada esencialmente en restauraciones llevadas a cabo en pinturas de diversas iglesias, monumentos y palacios de la Comunidad Valenciana, entre los que cabe resaltar, las pinturas murales de la Real Basílica de la Virgen de los Desamparados y de la Real Parroquia de los Santos Juanes de Valencia ambas realizadas al fresco por el gran pintor Antonio Palomino.

La docencia e investigación que venimos desarrollando dentro de la especialidad en la Facultad de Bellas Artes, tiene el antecedente de la antigua cátedra de Restauración, regida por el profesor Luis Roig D'Alós hasta 1968, fecha de su muerte, quedando desde entonces desamparados los estudios hasta la aparición del actual Departamento de Conservación y Restauración de Bienes Culturales en 1990. Desde entonces intentamos demostrar que la profesión de restaurador ha dejado de ser un labor abnegada y solitaria para convertirse en un acción de grupo, pareja a cualquier otra actividad investigadora en los albores del s. XXI. No obstante la historia demuestra lo escasa e infrecuente que ha sido la atención a la conservación y recuperación de nuestros tesoros artísticos. Ya en el siglo XIII se lamentaba Gonzalo de Berceo:

"El pueblo destruido, los muros trastornados: nunquea jamás non fueron fechos ni restaurados",

Como se lee en la Historia del Señor San Millán, en la primera castellanización conocida del término latino restaurare, con sus matizados significados de renovar y de restaurar.

A lo largo de la Reconquista las referencias restauradoras se limitan al ambiente eclesiástico. A finales del s. XV (en 1440), Alonso Fernández de Palencia, en el Universal Vocabulario en latín y en romance nos da una pista ideológica en la definición de "reintegrare: por entero restaurar y llanamente restituir". El Diccionario de Autoridades (RAE, s. XVIII) trae varios ejemplos del s. XVI, donde el carácter laico del verbo restaurar es ya evidente. Lo cierto es que la extensión del arte fuera de los reductos eclesiásticos ha implicado una transfor- mación semántica de éste y de otros vocablos.

Por la inexorable dualidad generación-disgregación que preside tanto la biología como el quehacer humano, la obra de arte está condenada a la ruina desde el mismo instante de su creación. La restauración es un impulso inconformista, hermoso como toda utopía, y de efectos provisionales como toda medicina. Es también, como ésta, arte curativa, aunque su objeto no sea el ser humano, sino ciertos productos de su actividad.

La restauración es una rebelión solidaria, pues pretende prolongar la existencia de una obra negándose a la inevitable desaparición última. Ese intento traduce, consciente o inconscientemente, nuestro deseo de supervivencia, de eternidad, que intentamos concretar en un objeto artificial, en una creación humana, que no es otra cosa que una emanación de nuestra esencia, por lo que se convierte en idea del sujeto.

Si "el arte es el hombre añadido a la naturaleza", como nos dijo Verulamio, la restauración artística es el hombre añadido al arte, es decir, la presencia humana vigilante sobre aquella primera edición.

La añoranza del pasado impresa en nuestro deseo de restaurar, esa melancolía recreadora, con su elevada dosis de amor, es así equivalente a nuestra ansia personal de eternidad, de desesperado deseo de pervivencia.

Este innato impulso humano implica la agónica necesidad de conservación del acervo cultural de los antepasados, como desesperada necesidad de materializar y fijar la historia, en un intento vano y hermoso de negarse al fluir inexorable de la vida que acaba como "los ríos que van a dar a la mar, que es el morir", tan bien precisado por Jorge Manrique.

En la esencia de la actividad restauradora se evidencia la condición antinatural de toda acción humana con más claridad, seguramente, que en cualquier otro ámbito de nuestro quehacer. Vivimos para transformar el entorno, para modificar nuestra propia condición, sin punto final ni meta preconcebida. Y como mantenemos una aspiración permanente a realizar aquellas mutaciones, la restauración, en cuanto a que se opone al curso natural de la corriente a la que intenta detener, es una paradoja de la actividad humana. No nos preocupe esta contradicción, pues sabemos desde Hegel que la contradicción es la racionalidad misma, y que esa oposición dialéctica es esencial.

Si mediante la restauración recuperamos en lo posible, el pasado para el presente, los aspectos técnicos de este arte, materiales e intrumentales, han de servir a la finalidad social perseguida.

Se restaura lo que hoy queda, no lo que había ayer, y con los materiales físicos y con los criterios estéticos y éticos actuales. El uso a dar a lo restaurado no es, exactamente, el uso a que fue destinado por sus autores, puesto que son irrepetibles las situaciones.

Por otra parte, el uso de lo construido implica automáticamente su deterioro. Así, no se puede ver sin alumbrar, sea con velas o con luz eléctrica, lo que en ambos casos introduce un factor de degradación, como no se puede experimentar en biología o en física sin alterar el comportamiento de lo observado. La mera presencia del observador es siempre un factor degradante. La experiencia que es prueba sacada de los hechos, supone una aventura y toda aventura comporta un riesgo.

Frente a la obra de arte viva, es decir, en transformación permanente, nos preguntamos cuando llega el momento de proceder a su restauración, en qué instante de su existencia requiere la intervención revitalizadora, igual que en la vida de los individuos podemos inquirir cúal sea el momento de atender al cuidado de su salud. La decantación por la medicina preventiva frente al tratamiento in extremis, es claramente aconsejable también en el caso de la conservación artística, radicando la posibilidad de su utilización, en ambos casos, en la sensibilidad y concienciación del ciudadano lo que se concreta en mayores recursos humanos y materiales.

No podemos pasar por alto la pregunta de qué hay que restaurar en una determinada Obra de Arte. La respuesta deja de ser sencilla si se considera que el objeto que llega a nosotros puede haber sufrido ya, al margen de las agresiones ambientales, intervenciones lamentables, muchas veces irremediables, impuestas siempre con criterios subjetivos no acordes con la idea original.

Aparece así un problema ético a considerar en la restauración artística. Siendo imposible devolver su primitiva apariencia a la obra de arte que haya sufrido sucesivos retoques y añadidos ¿a qué estado anterior debe entonces conducir la restauración? ¿Cuáles son los criterios decisorios?

El depurado magisterio del Honorable Doctor Colalucci nos aportará sin duda, luces y criterios en el conjunto de la tarea restauradora, a lo largo de la exposición de hoy y en la fructífera colaboración futura que garantiza su ingreso honorario en el Claustro de esta Universidad, honrada hoy con su presencia.


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