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Joaquín Rodrigo Vidre

Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. Investido el 31 de mayo de 1988


Laudatio por Joaquín Arnau Amo

Muy Honorable Señor,
Excelentísimos y Magníficos Señores,
Excelentísimos Señores,
Señores Claustrales,
Señoras y Señores:

Sé que enhebrar el hilo de un discurso con alguna cita ilustre es un recurso harto socorrido -lo sé-; pero, si de socorros se trata, creo haberlos menester en esta investidura solemne, primera en los anales de la Universidad Politécnica de Valencia, cuyo padrinazgo su Junta de Gobierno me ha encomendado.

Usaré, pues, esos socorros, y aún otros si los hubiere, y citaré para empezar a dos músicos eminentes y, en cierta medida, afines. Primera cita: "Aquí y allá -el músico habla de música- sólo los conocedores quedarán satisfechos. Pero será de modo que los no conocedores queden contentos sin saber por qué". Segunda cita: "No he buscado nunca -de nuevo el músico habla de música- alabar al público, pero me gusta que al público le guste".

El autor de la primera cita es Amadeus Mozart; el de la segunda Joaquín Rodrigo.

"Que los no conocedores queden contentos". "Me gusta que al público le guste". La afinidad de pareceres es evidente. Nuestro doctorado de honor ha confesado, por otra parte, en alguna ocasión, su devoción mozartiana. Y parece que, a su vez, ha salpicado de providencias esa devolución. Porque Cecilia Rodrigo nació, como Amadeus Mozart, un 27 de enero, bajo el signo de Acuario.

El padre -Joaquín- había nacido un 22 de noviembre, día de Santa Cecilia -la heroína que la iconografía cristiana representa siempre aplicada a algún instrumento musical -y bajo el signo de Sagitario, que fue el de Beethoven. Corría el año 1901. Y sucedió en Sagunto, ciudad de nuestra tierra con mitología propia, acrópolis heroica y teatro a media ladera -los "sagitarios" aman lo "heroico"-.

Supongo que se espera de mí -otro socorrido recurso- que abra, con discreción, el baúl de los recuerdos. Y me creía obligado a abrirlo, si de ello no me dispensara una feliz circunstancia: la de que Joaquín Rodrigo es músico. Y el músico posee -y puede compartir- el don de hacer presente el recuerdo y de convertir en acontecimiento la memoria.

Una partitura musicalmente urdida es ese garabato singular que hace posible que lo ocurrido vuelva a ocurrir. Hace posible, por ejemplo, que el Parterre de Valencia, con fuente sonora, jazmines olorosos y cautos farolitos de gas, el Parterre de mocedad de Rodrigo, rompa el marco del recuerdo y "suene", con su fuente, sus jazmines y sus faroles, ahora, o luego, un día en algún lugar, en uno de "Dos esbozos", para violín y piano, que se titula "La enamorada junto al surtidor".

El músico es el brujo que oye y hace oír, una vez y otra memorias olvidadas y que, al oírlas, dejan de ser memorias -fantasmas del interior solitario-, para ser y estar y acaecer alrededor.

El baúl está abierto: la obra de Rodrigo es nuestra. El es el autor: pero su escucha es el presente que el no hace, el presente que le honra y que nos honra, con un honor que es la causa de esta investidura que, ahora y aquí, nos reúne con el.

Sería, pues, presuntuoso de mi parte ponerme a evocar aquello que su música no evoca, sino convoca y conjura. He citado el título de una pieza con rumor de agua, olor de jazmín y parpadeo de gas: el título es evocador. Cierto. Pero la música es más que evocadora: la música ocurre, sucede. Y si hay distancia -como decía Cervantes- "de lo vivo a lo pintado", está de más que yo pinte lo que el maestro que está con nosotros puede hacer vivo. Quede, pues, claro que yo no pinto nada.

Ahorro así pinturas e invito a Vds., amigos de la Música y de este músico que nos honra y al que honramos a no recordar, sino vivir, andanzas suyas del Teatro Apolo de los jueves y domingos, del clavecín de Wanda Landowska -que había sido el de Bach, maestro remoto, e iba a ser el de Falla, maestro vecino- o de un "Rigoletto" que es emblema de la dificultad de lo fácil. Esos entusiasmos de primera hora y otros muchos están en sus partituras, cerrados con las solas "claves" de sus pentagramas.

Las lejanas lecturas juveniles de Blasco Ibáñez -lecturas escuchadas, sonoras por lo tanto- se nos acercan en la música que el músico les ha puesto. El ha puesto en solfa sus recuerdos. Contarlos es ocioso. Es en su segunda parte -en solfa- donde se desvela el sentido de esta ceremonia académica.

Porque así lo entiendo, permítanme Vds. que les cuente algo sobre la obra, y no sobre la vida, del maestro, y que sea la obra misma -lo hará mucho mejor que yo- la que les cuente su vida: su vida profunda sobre todo.

Con ocasión de su ingreso en la Academia -18 de noviembre de 1951- Joaquín Rodrigo deja caer, entre otras ideas enjundiosas que glosaré luego, la de que la música española ha menester de "horizontes". Este enamorado del mar -de todos los mares, pero del nuestro en particular, yo creo- ha dicho: "escuchando el mar, uno tiene bastante".

El mar le provee horizontes: es una de sus providencias.

Otra providencia se llama Victoria: el ha llamado "providencia" a esa compañera de sus días que Unamuno llamaba "costumbre". No hay más remedio que reconocerle al saguntino una superior cortesía. Y, puesto que me ha surgido el parangón, no lo dejaré pasar sin aludir a una ceremonia semejante a la de hoy -aunque con otro telón de fondo-, 22 de mayo de 1964, en Salamanca.

Como el mar, Victoria provee asimismo horizontes a Joaquín: de Istambul a Viena y recalando en París es, en abreviatura, el itinerario genealógico de esta "providencia". Oriente y Occidente en casa.

Y París. A finales de los 20 y a lo largo de los 30, París aún ensaya horizontes. Entre otros, los horizontes de la música de España. París es otra providencia.

En París se estrecha la relación de Manuel de Falla y de Joaquín Rodrigo: "a pesar de ser andaluz -dice este de aquel-, hablaba poco, pero tenía un gracejo especial: daba gusto oírle". Don Manuel -"le petit espagnol tout noir" le llamaban en Francia- hablaba ciertamente poco, incluida su lengua propia, la de la música: músico parco de sabias economías. Y Rodrigo amaba una de sus más preciosas economías: el cervantino "Retablo". Como músico, Falla tampoco era dicharachero.

Cuando, más adelante, Rodrigo rinda homenaje a Falla en su "Innovación y danza", para guitarra sola, el imperativo económico, sin aspavientos, del antiguo colega desaparecido, cubrirá con su mesura cautelosa el tributo que nuestro paisano le rinde, conteniendo -me parece- su natural más dadivoso.

En París, conoce Rodrigo al autor de la "Rapsodia española", un sabio de la alquimia sonora llamado Ravel, que se empeña en rebañar las esencias de la antigua música francesa al hilo de sus series de danzas que las enfilan en "enfilades" inacabables como las de las piezas de la arquitectura de Versalles -no en balde se habla de "suites" a propósito de unas y otras, habitaciones y danzas-.

Con buen instinto marino, Rodrigo ha diferenciado -y así lo dice en su discurso de la Academia- "aguas pesadas y aguas ligeras de la música". Las del Occidente clásico y romántico han llegado a ser aguas pesadas. Para remontar las fuentes de aguas ligeras, es menester retroceder en el tiempo -bien entendido que, para la música, no hay tiempo perdido- y otear el horizonte sin fin de las danzas antiguas. Por rutas diversas de diversos países, Ravel y Rodrigo trotamundean en ese sentido.

Pero Rodrigo en París ha seguido los cursos de Dukas, cuyo poema "El aprendiz de brujo" ha corrido tan buena fortuna que ha borrado del mapa de su obra otros títulos. Es la anécdota, como Vds. saben, de un brujo novel -antes he dicho que el músico es un brujo- que, habiendo acertado a desencadenar un sortilegio, no es capaz de detenerlo luego y está a punto de sucumbir a él.

Sutilmente, el maestro Rodrigo ha hecho suya la historia de su maestro, el profesor Paul Dukas, y la usa como metáfora del devenir de la música en este siglo nuestro, que él mismo describe con buen humor -ese que conoce todo el que le conoce, aunque sea poco- como "caos gozoso y tenebroso". La tiniebla no es óbice para el gozo.

Es la "gloria y servidumbre -nos ha dicho- del músico de nuestro tiempo". El brujo ha desencadenado una "cascada de sonidos" -así describe Rodrigo la atomización de los intervalos en los sistemas actuales de composición- y ella le anega sin que él lo pueda o lo sepa evitar.

De paso, el maestro ha llamado a sus colegas "aprendices". Si los músicos de siempre -algunos- fueron brujos, los de hoy -algunos- son "aprendices de brujo". Han desatado el sortilegio y el sortilegio se les apodera.

De sortilegios y de un niño con ellos habla una pieza del otro colega francés ya aludido y con vocación de danza antigua: de Ravel. Rodrigo, que comparte esa vocación, sabe, a su vez, que los horizontes que la música de España ha menester corresponden a la Historia y no a la geografía. "España -dice en su discurso de la Academia ya citado y que volveré a citar- no cree en el tiempo".

La Música -añado y por paradoja- tampoco. Por eso juega con él: lo trabuca. Pero el tiempo, que para la Música es un juego, juega a su vez con nosotros. Y nosotros, para disimular y para resguardo de nuestras vanidades, hacemos como que jugamos con él.

Es el juego -por ejemplo- de las efemérides. Una de ellas, en la Sorbona, brinda a Rodrigo la ocasión para hablar de un colega, cosechero de danzas antiguas, llamado Luis de Milán. Es un músico de esta tierra y uno de los primeros entre los grandes de España, en el tiempo y en la maestría.

Luis de Milán había publicado en Valencia su Libro de vihuela, intitulado "El Maestro", en 1535: era la primicia editorial de una saga de vihuelistas españoles. Y en 1935, la Sorbona -nótese: la Sorbona- celebra el cuarto centenario de este acontecimiento capital para la música de Occidente en su era instrumental, que -asegura Rodrigo- todavía vivimos. Y para esa celebración, la Universidad de París reserva a nuestro paisano músico el puesto de honor.

Joaquín Rodrigo habla en la Sorbona de Luis de Milán. El maestro -nosotros llamamos así a Rodrigo de manera espontánea, porque, entre músicos, esa tradición se ha conservado (algo bueno tiene el poder conservador de los "conservatorios")-, el maestro -digo- habla en París de "El Maestro", con mayúsculas, que es el título que Milán, el vihuelista, ha puesto a su colección de canciones y de glosas.

Y dice que se lo ha puesto de esa guisa, no porque él se considere a sí mismo un maestro, sino porque la Música lo ha sido para él. La Música es "el maestro". Y de sus aprendices, no todos son revoltosos, como el del poema de Dukas. Algunos la oyen encandilados: la oyen y la hacen oír.

Rodrigo no se separará -yo creo- de ese paisano antiguo, pero vivo con sólo la compañía de unas cuerdas autor de pavanas sencillas y solemnes, que no deja de invocar a "la mar" en la dedicatoria de su Libro y que se confiesa poseedor y poseído de la Música con palabras que saben a sabor erótico.

Entre paréntesis, todos sabemos que la vihuela es el antepasado de la guitarra: Milán, pues y Rodrigo. Milán es el primero "de la tribu de músicos semibárbaros -son palabras de Rodrigo- a la que me honro en pertenecer".

El primero con nombre propio: porque antes de el -y Rodrigo lo subraya-, músicos sin nombre, pero con ideas fértiles, han sido los proveedores desinteresados para la incomparable colección de Cantigas de Santa María que codificó Alfonso el Sabio.

Y Joaquín Rodrigo se recrea en esas "monodias" del trece que, por serlo, están ajenas a toda armonía calculada, caballo de batalla de la gran Música Occidental. Ellas son aguas ligeras, aguas dulces y transparentes, sin espesor y sin espesuras. A Rodrigo músico le gusta -me parece- mirarse y remirarse con la mirada interior en esas aguas. Son, además, aguas vivas.

Porque las aguas pesadas, demasiado pesadas, de puro espesas llegan a ser aguas muertas, como las de ese Mar deprimido de la región de Judá -que por eso se llama Muerto-, en cuyas riberas halló un pastor ciertos manuscritos que han "tocado" a Rodrigo: el Rodrigo del "Himno de los neófilos de Qumrán", encargo de la Semana de Música Religiosa en Cuenca, del 65.

Sin embargo, Rodrigo, el saguntino que entiende al avulense Victoria, el místico, como un "finis terrae", tierra al borde del abismo, infinitud vertida en polifonía, se atiene siempre que puede al consejo de Maese Pedro a Trujamán, consejo que es el de Cervantes y el de Falla a los amigos de uno y de otro: "sigue tu cantollano y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles".

He hablado de las Cantigas y de Milán, de monodia y de vihuela, porque están en lo hondo del pensamiento musical de Rodrigo. Y de Victoria, como un escalofrío. Pero es menester que todavía repasemos unas pocas claves más.

En el Libro de Milán, que cubre de Portugal a Italia, sobrevolando España desde luego, se habla ya de "tientos". Pero el "tiento" nos remite a un nombre crucial para la era instrumental de nuestra música, que Rodrigo nos ha dicho habitar aún: Antonio de Cabezón.

Advertiré, entre tanto, que a menudo la voz humana ha protagonizado episodios de las vanguardias de este siglo: pero ha oscilado por lo común entre el grito y el susurro, ajena, pues, al canto. Ha habido salvedades, por supuesto, y autor de algunas de ellas, felicísimas ha sido un huésped de Rodrigo en su piso cercano a la madrileña Puerta de Alcalá: ha sido Francis Poulenc, otro músico del buen humor: he dicho "del buen humor", y no sólo de buen humor. Si hay un "Libro del Buen Amor" -lo escribió un arcipreste-, ¿acaso no puede haber una Música del Buen Humor?. Hablo de ella, porque Poulenc y Rodrigo, no de la misma quinta, pero casi, a sus modos, la representan.

Pero volvamos al "tiento": la gloria de Cabezón al teclado. Parece que en el tiento, la Música, recien emergida, agua ligera, se hace tacto y contacto. Parece que se cumple en él la intuición erótica de Milán, el poseedor poseído de la Música. Y se vienen sin querer versos de San Juan de la Cruz -poeta favorito de Rodrigo, de Joaquín Rodrigo (a veces no basta pensar el nombre: hay que decirlo)-, versos que dicen:

"Oh mano blanda! oh toque delicado,
que a vida eterna sabe,
y toda deuda paga!".

Mano blanda y toque delicado que suspenden el tiempo y, con él, las deudas todas. Cabezón y Rodrigo.

Pero Cabezón era burgalés. Hubo luego otro músico -éste de esta tierra- que, como Cabezón, gobernaba el teclado y, como Victoria, se desentendió de las modas europeas de su tiempo: Joan Cabanilles. Fue moderno sin proponérselo. O acaso por no proponérselo.

Y en el polo opuesto de este personaje encerrado en su catedral -la de Valencia-, un contemporáneo aragonés, paisano de Buñuel -Calanda- y con vocación napolitana, le da a la danza, como Milán, y a la vihuela que ya es guitarra. Y le da que pensar a Rodrigo que hará de su glosa -la de un "Gentilhombre"- su segundo "best-seller" en el mundo. Este calandino se llama Gaspar Sanz.

Luis de Milán y Gaspar Sanz -vihuela y guitarra-; Antonio de Cabezón y Joan Cabanilles -música de tecla-; y en el proscenio, como el coro de la tragedia griega, el colectivo anónimo de los autores de las Cantigas de Santa María: tales son los "músicos semibárbaros", a cuya tribu Rodrigo pertenece -él lo dice- y a mucha honra.

En ellos tienta Joaquín las "aguas ligeras" de la música de España, con el buen ánimo de sus maestros al alcance de la mano, paisanos -como el valenciano López-Chavarri y como el gaditano Falla- y no paisanos, pero sensibles a la semibarbarie de este país tribal -Ravel, Dukas, Poulenc-.

"Necesitamos -ha dicho Joaquín- que se crea en nuestra misión". Así es: ser creído es menester para creer y creer es menester para crear. Unamuno no lo dice del arte, pero puede decirse del arte con toda certeza: creer es crear. Lo peliagudo es que han de ser muchos los que crean para que uno sólo cree: creer mucho es crear un poco.

En la música española no echamos de menos esos pocos creadores: yo he nombrado a media docena larga de ellos. Echamos de menos, en cambio, esos otros muchos creedores. Y por eso -lo dice ese Joaquín y no este Joaquín- nuestra música se pliega a ese refrán latino que reza que "melior est pusillus cum requie": "mejor es poco con descanso". La Historia de la Música Española es la de una prolongada siesta, con algunas geniales, pero breves, vigilias.

Por eso, Joaquín Rodrigo, creyente de la música, ha debido cumplir muchos años para que la Universidad de su tierra le abra los brazos como lo que el es y a ella corresponda: hombre universal.

Que lo es, está acreditado por los hechos. La geografía del reconocimiento al músico de Sagunto cubre el globo -e incluso se sale de el: "Aranjuez" ha viajado en una astronave-. Pero yo quiero destacar dos hitos: California y Japón. La "Fantasía para un gentilhombre", con Gaspar Sanz en la trastienda, goza su "premiere" en San Francisco -1958- con Andrés Segovia a la guitarra y Enrique Jordá en la batuta.

Pero me da, sobre todo, que pensar la fortuna, incontestable, japonesa de la música de Rodrigo. Cuando miro la estampa de la tañedora del "koto", arrodillada, con sus uñas postizas de marfil, pienso en la substancia no occidental, y sin embargo hispana, de aquella música e intuyo como una secreta confidencia que ha de ser escuchada en las márgenes de una modernidad que ha sido síndrome de Europa, de la pequeña Europa -la Europa de la historia es más pequeña que la Europa de la geografía, mucho más pequeña-.

El "koto" es un instrumento de trece cuerdas de seda, endurecidas con cera, que se toca de rodillas -lo cual, en un japonés, es natural, no de acatamiento, sino de amor al suelo-. En clave japonesa, la idea del tiento es el aeiou. Se oye por contacto. Se oye a Rodrigo. Porque, desde esa lejanía, no se nos pide historia, ni menos anécdota, ni se hace cuestión del "in" o del "out" -afuera de un cierto espacio, el reloj desvaría-: desde esa lejanía, se nos pide música.

Y si esa música no cree en el tiempo, tanto mejor. Y si esa música crea su lenguaje, sin depender de él, como de una credencial, miel sobre hojuelas. En la seda encerada del "koto", Rodrigo resuena bien.

Cuando, hace algunas semanas, visitamos en "petit comité" al maestro en Madrid, para concertar esta investidura y aludimos a "Aranjuez" como pieza obligada de esta ceremonia, sus palabras fueron: "Bueno: es inevitable".

El "Concierto de Aranjuez" se puso en camino entre el invierno y la primavera del 39, en el Barrio Latino de París, a la espera de volver a España. Como otros muchos de su autor, el trabajo derivaba de un encargo: "Los grandes músicos -ha dicho Rodrigo, en una entrevista- compusieron siempre por encargo". La estricta dependencia de la musa -añado yo- es una invención romántica que no va más allá de nuestros bisabuelos.

Que "Aranjuez" sea concebido en París es natural, si nos atenemos a la naturaleza del arte. Los griegos concibieron el lenguaje más perdurable de nuestra cultura, el estilo dórico de la Antigua Grecia, desde las colonias jónicas del Asia Menor. Lo genuino se percibe mejor desde afuera.

Pero ¿cuál es el sentido de ese apodo, semejante al de algunas, las más populares, de las sinfonías de Haydn, músico rebosante de salud y de buen humor como nuestro paisano y puntual cumplidor de sus encargos? ¿Por qué Aranjuez?

Porque no sólo este: todos los conciertos de Rodrigo tienen apellido -"heroico", "de estío", "galante", "serenata", "madrigal", "andaluz"-. ¿Por qué Aranjuez? El autor nos responde. El autor nos dice: "quise señalarle un tiempo".

Es asombro ¿no les parece? Para el músico, Aranjuez no es un lugar, sino un tiempo. Ese tiempo -sigue el autor- es el tránsito del dieciocho al diecinueve en España, de las monarquías de Carlos IV y de Fernando VII. Es el tiempo de Goya -añado yo-.

Y tampoco oculta la baraja de sus intenciones: "que gustara mucho y se tocara mucho". Pocas veces -Don Joaquín- puede un hombre decirse a sí mismo con tanto aplomo y tan puesto en razón: "misión cumplida".

En alemán, una cosa así, más o menos, se dice con estas palabras: "es ist vollbracht". Y ¿a qué viene -me dirán Vds.- esta cita pedante? La cita puede ser pedante -si Vds. quieren-, pero no sin causa. Porque ocurre que está tomada de un episodio crucial del relato de la "Pasión según San Juan" de Bach, en la voz del evangelista. Y Bach, de tal suerte es sensible a esas palabras, que las glosa en un aria de contralto que acompaña la "viola de gamba" como instrumento obligado.

Pues bien: yo creo -y esta estimación es estrictamente personal- que en la estructura de esta aria soberana se halla en germen el modelo de una saga de baladas tristes y serenas, de cuya estirpe me parece ser -y perdón, Don Joaquín, si yerro mucho- el "adagio" del "Concierto de Aranjuez". Y adviértase que, si el "Concierto de Aranjuez" se "queda", es esto lo primero que se "queda". Ambas partituras, por cierto -la de Bach, concisa, y la de Rodrigo, desgranada- coinciden en la tonalidad: si menor.

Es claro que el que conoce sólo "Aranjuez" conoce poco a Rodrigo. No digo poco y mal: pero poco. Su obra es un huerto amorosamente cultivado, poblado de especies varias y preciosas. El "Concierto de Aranjuez" es tan sólo una muestra de una de esas especies, recibida con acuse de recibo universal. Otras especies de ese huerto y otras muestras, sin embargo, no son, ni un apéndice, menos preciosas.

Sea o no un tópico decirlo, es un hecho: la obra de Joaquín Rodrigo es apenas conocida en su tierra. Sus ediciones están en gran medida ausentes de nuestros circuitos editoriales. No pocas de sus obras jamas han sido estrenadas en estas latitudes. Y se da la paradoja -¿que digo "paradoja"?: el sinsentido- de que grabaciones digitales y recientes de ciertas obras suyas, realizadas por las primeras firmas de la fonografía mundial, no son distribuidas entre nosotros.

Como si el inefable "Concierto" omnipresente nos hubiera redimido de oír y gustar esos otros cultivos de una música siempre convencida y, por eso mismo, convincente. Y no está bien -convendrán Vds. conmigo- que un placer nos redima de otros placeres.

La elección es un acto intemporal del entendimiento que a menudo perjudica al arte. O lo uno, o lo otro. ¿Y por qué no lo uno y lo otro? Ahora lo uno y luego lo otro. Para toda música hay un momento oportuno, porque ella misma crea su momento oportuno.

Yo deseo y espero que esta investidura académica, idea feliz de esta Universidad, sea el primer paso para desterrar de esta tierra la ignorancia acerca de un hombre que, con su música, la ha universalmente magnificado.

Es una música destilada gota a gota, a salvo de esa "cascada de sonidos" que ha anegado a tantos aprendices de músico. Con parsimonia y con generosidad.

Es una música que renueva a cada nueva pieza, sin estridencia, como el mar de cada día, y que no ha menester ser novedosa para ser nueva.

Es agua ligera que acredita, por serlo, la vecindad de la fuente. Y viva, no tanto porque vive, cuanto porque hace y deja vivir.

A menudo, no siempre, parece fácil, porque es verdad aquello que se dice que dijo Mozart: que "lo bello tiene el aire fácil". Al menos, el aire. Al menos, lo parece.

Y porque es substancia de música, como la del recoleto Cabezón o la del marchoso Cabanilles, se entiende en todas partes y se oye con encanto y encantamiento: borra fronteras y dilata horizontes como no han logrado otras músicas desazonadamente fronterizas y viajeras de todos los límites.

Música al fin en donde el canto -canto de juglar antiguo-, el canto que no es el grito ni el susurro, sino la parte más modesta de todo lo que suena y se puede oír -porque de lo que suena sólo un poco se puede oír, y de lo que se oye sólo un poco se puede cantar-, el canto -digo- es el alma.

Antes me he referido al "adagio" -movimiento central- del "Concierto de Aranjuez" y a su melodía pegadiza, de seda y cera como las cuerdas del "koto".

Y es curioso que el autor ha escrito la notación "cantabile" a la cabeza de la frase, cuando la toma la guitarra. No antes. No cuando la entona, al principio, el corno inglés. No, porque no era necesario. Con una frase como esa, el corno inglés, para siempre teñido con las nostalgias del pastor que espera la nave de la enamorada Isolda, no puede sino cantar. Canta sin querer. Pero la guitarra, que puede hacer otras muchas cosas, queda prudentemente advertida.

Hay un canto de Rodrigo que me acompaña siempre. Es mi favorito. Y no lo cuento para convencer a nadie. Todo el que guste hallar en ese huerto bien cultivado, con una técnica que se confunde con la inspiración, una pieza propicia al más secreto de sus favores.

Mi pieza es una canción. Y yo la oigo a todas horas en mi cabeza -sin auriculares- y me encalma. La oigo, además, a través de una cierta voz: la de Victoria de los Ángeles, recientemente investida, como lo es ahora el maestro, por la Universidad de Barcelona.

La letra es de Lope de Vega. La música de Joaquín Rodrigo. Sólo puedo decirles a Vds. algo de la letra. Se la diré: acaso provoque, con ello, alguna perdida curiosidad. Me contento con ello. Dice así:

"Zagalejo de perlas,
hijo de Alba,
¿dónde váis que hace frío
tan de mañana?".

Lope y Rodrigo siguen. Yo no sigo. Nada más.


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